Bienvenido a A escape libre
A manera de justificación
Con tres carriles en cada sentido, la Costera Sur nos invita a ir a escape libre, con el tubarro largando metralla. Pero yo ya vendí mi coche macarra porque me suponía más engorro y gastos que ventajas. Hice una buena venta. No, no porque me dieran mucho dinero por la transacción sino porque el comprador fue un chico muy joven que aún estaba pendiente de obtener el carnet de conducir. Según me dijo el mecánico que actúo de intermediario, le hizo mucha ilusión hacerse con ese coche. Al parecer, lo había visto en una serie de televisión aunque ignoro si el conductor era el bueno o el malo de la serie aunque supongo que esas disquisiciones son irrelevantes para un chico que admira un coche y, dicho desde ya, son también irrelevantes en esta página y en su blog.
Aquel coche macarra matrícula de Alicante y de color rojo vampiro tiene su historia. Me la contó el chico de Elche, Daniel, el que me lo vendió a mí y con quien hice una cierta amistad de circunstancias. Al parecer, él se lo había comprado como regalo a una su novia. Esta no tenía trabajo pero, al poco tiempo de tener el nuevo coche, lo encontró. Y le fue bien. Tan bien que, al poco tiempo de estar con el nuevo empleo, se «lio con el encargado» (sic) dejando plantado a Daniel. Este se rehizo pronto del desencanto y, con buen criterio, le preocupó más las pérdidas materiales que la perfidia de su ex novia. Así tuvo buen empeño en recuperar el coche macarra y, tras unos trámites, lo consiguió. Como él tenía su propio coche y el regalo devuelto era innecesario, se precipitó a venderlo, puso su anuncio en la web correspondiente y allí lo encontré yo.
Pero, mientras venía conduciendo en mi primer viaje desde Elche hasta Murcia ya a una velocidad absurda, tuve, de repente, una premonición: ¿no podía haber ocurrido que la pérfida, ante la rabia de tener que devolver el coche rojo, hiciese algún destrozo en los frenos o en la conducción? Tanteé estos dos elementos y todo parecía estar correcto. Pero lo primero que hice fue llevar el coche al taller para que mi mecánico de confianza lo revisara todo a conciencia. Obtenido el beneplácito del mecánico, ya pude conducir tranquilo quemando gomas por la MU-30.
No acabó aquí la historia de Daniel. Posteriormente, quedamos convenidos en la cafetería de El Corte Inglés de Elche para el intercambio de los últimos papeles. Y cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi acudir de la mano de una chica joven, guapa y de muy buena presencia. Inmediatamente, me temí lo peor. Tomamos café los tres y charlamos distendidamente pero yo estaba en vilo porque le tenía que decir algo importante a Daniel.
¿Qué le dije a Daniel?
La ocasión propicia la tuve pronto pues la chica —de la que no llegué a saber el nombre y, si lo supe, lo he olvidado— se disculpó para ir al aseo. Cuando nos quedamos solos, miré fijamente al vendedor y le dije:
—Tengo que decirte algo importante
—¿Del coche? ¿Es que no estás a gusto con él?
—¡Sí, sí! Estoy muy a gusto con él y me alegro de haberlo comprado. Lo que te tengo que decir es otra cosa.
—Pues dímela
—Mira, Daniel, soy bastante mayor que tú y me has caído simpático. Por eso me atrevo a hacerte una pregunta: ¿qué relación tienes con esa chica?
—No me irás a decir que no es guapa...
—No, de ninguna manera. No es eso. Pero, por favor, contesta a mi pregunta si no tienes inconveniente.
Y fue entonces cuando Daniel me comentó una serie de vaguedades y de impresiciones de todo lo cual saqué en conclusión de que él y ella eran lo que hoy ha dado en llamarse follamigos. Entonces fui al grano:
—Daniel, me parece bien que tengas esa relación si es algo que esta consensuado entre los dos y a los dos os satisface. Y también veo bien que, de vez en cuando, le hagas algún regalito porque eso puede darle un toque romántico a la relación. Pero lo que me preocupa es que le compres un coche porque entonces te pasará como con tu anterior pareja. Y esta ya tiene antecedentes y amañará la cosa para no tener que devolvértelo si te deja.
—¡Eso ya lo he pensado yo antes que tú! No te preocupes que con la experiencia que tuve, no volveré a caer en la trampa.
Estaba ya todo dicho así que no me importó que, en ese momento, viera que la chica volvía a la mesa. Como me imaginaba, no solo había ido al tocador de señoras a satisfacer sus necesidades, sean estas las que fueran, sino que se había retocado generosamente el carmín de los labios, el maquillaje de fantasía y el peinado. Por lo tanto, hablamos un poco más de cualquier cosa y nos despedimos no sin que yo paguese la cuenta de la consumición ya que me irrogué este privilegio por ser el más viejo.
De aquella reunión en la cafetería de El Corte Inglés de Elche han podido pasar ya 15 años o quizás más. No he vuelto a ver a Daniel e ignoro que suerte habrá corrido. Recuerdo ahora que, cuando le di los 2.500 euros en billetes más negros que blancos que me pidió por el Hyundai coupé rojo vampiro, también me irrogué mi lamentable condición de viejo o, en todo caso, bastante más viejo que él, para decirle que aquel dinero, en modo alguno, era una fortuna y que, por lo tanto, tenía un uso limitado.
—Por eso, Daniel, no te lo gastes en tonterías. No te digo que no te permitas algún capricho, por ejemplo, con los 500 euros de pico, vale, pero es mejor que, al resto, le des un buen uso porque estoy seguro de que tienes algo razonable que comprar o que pagar.
El chico fue amable, me sonrió con agrado, me dio las gracias por el consejo y me aseguró que me haría caso. Pero no puedo olvidar que esta otra conversación, anterior a la de la chica, fue en su garaje donde me llevó orgulloso para que viera su moto de mucha cilindrada. La arrancó, la aceleró y yo admiré el sonido que brotaba del tubarro de escape. Por supuesto, hablamos del escape libre.
—Sí, mi ilusión es poder ir un día a algún circuito. Me gusta correr —eso sí, sin poner en peligro a nadie— y tomar las curvas a toda leche con un contramanillar perfecto, inclinándome bien, rozando casi el asfalto con el casco. Y, por supuesto, ir a escape libre, como tú dices, con el tubarro largando metralla.
—Pero eso gasta gasolina.
—Sí, claro, pero es gasolina bien gastada. Y, además, ¿para qué está el dinero sino para gastarlo bien gastado?
Entonces me enseñó el pequeño fajo de billetes de 50 euros, se abanicó un momento con ellos y luego los dobló de mala manera, sin cuidado, y se los metió en uno de los bolsillos del pantalón. Para entonces yo ya había comprendido que mis palabras moviéndole a la moderación económica no habían servido para nada. Luego lo volví a ver cuando tomamos café con la chica y ya le perdí el contacto. Ahora que en esta web escribo su historia me pregunto qué habrá sido de él. Porque llega una edad en que los recuerdos que acuden nos llevan inexorablemente a hacernos preguntas del tipo ¿que habrá sido de aquel fulano que conocí en tal ocasión? ¿qué habrás sido de aquel que dijo ser mexicano y con el que coincidí en una discoteca de mala muerte, me dio conversación durante el desahogo y se nos pegó a nosotros y fue socio capitalista de aquella noche perdularia? ¿qué habrá sido de aquella chica a la que besé en una noche de fortuna? ¡qué habrá sido de la del abrigo amarillo canario? Lo malo de estas preguntas a esta edad es que no es probable que la vida nos de ya ocasión de volver a ver al fulano o a las chicas —hoy ya abuelitas— y su destino nos sea desconocido para siempre. Concretando y particularizando: ¿seguiría Daniel con la novieta a la que conocí en la cafetería? ¿le iría bien con ella? ¿se gastó los 2.500 euros en ir a un circuito de motos a correr y a hacer malabares con la moto?
¿Qué hice yo con el coche macarra?
Lo primero que tuve que aprender es cómo repostar gasolina. Aunque Daniel me lo entregó al menos con un tercio de depósito lleno, me pareció prudente parar en una gasolinera de la salida de Elche y echar algunos euros más pero, cuando quise abrir la tapadera del depósito, no encontré la manera de hacerlo. Mi primer impulso fue solicitar la ayuda del empleado o empleada que son expertos en todo tipo de tapas de depósitos de carburante. Pero, cuando me dirigía para la caseta, reparé en que, a la izquierda del asiento del conductor, había visto un par de palanquitas. Mi intuición me dijo que una de ellas servía para accionar la portezuela del depósito. Y así era: un icono con el dibujo de un surtidor me lo confirmó bien a las claras. Accioné la palanquita y pude oír un crujido que, en condiones normales me hubiera resultado siniestro pero que, en aquella coyuntura de duda, me pareció un agradable y triunfal sonido musical.
Y llegado con bien a casa y después de hacer unos recorridos por las cercanías para dar envidia —o, al menos, eso creía yo— tuve claro que aquel coche había que tunearlo un poco para adaptarlo al rol que iba a desempeñar en mi vida. Porque, haciendo abstracción de que a mí me gustase su particular estética, aquel coche tendría que darle a entender a la Humanidad que su conductor era un persona no convencional y transgresora.
Lo primero que tuve que aprender es cómo repostar gasolina. Aunque Daniel me lo entregó al menos con un tercio de depósito lleno, me pareció prudente parar en una gasolinera de la salida de Elche y echar algunos euros más pero, cuando quise abrir la tapadera del depósito, no encontré la manera de hacerlo. Mi primer impulso fue solicitar la ayuda del empleado o empleada que son expertos en todo tipo de tapas de depósitos de carburante. Pero, cuando me dirigía para la caseta, reparé en que, a la izquierda del asiento del conductor, había visto un par de palanquitas. Mi intuición me dijo que una de ellas servía para accionar la portezuela del depósito. Y así era: un icono con el dibujo de un surtidor me lo confirmó bien a las claras. Accioné la palanquita y pude oír un crujido que, en condiciones normales me hubiera resultado siniestro pero que, en aquella coyuntura de duda, me pareció un agradable y triunfal sonido musical.
Y llegado con bien a casa y después de hacer unos recorridos por las cercanías para dar envidia —o, al menos, eso creía yo— tuve claro que aquel coche había que tunearlo un poco para adaptarlo al rol que iba a desempeñar en mi vida y en la vida pedánea en la que nos íbamos a mover, él como automóvil y yo como su conductor. Porque, haciendo abstracción de que a mí me gustase su particular estética, aquel coche tendría que darle a entender a la Humanidad que su conductor era un persona no convencional y transgresora. Por lo pronto era un coche con merecida fama de macarra. Bastaba poner en Google el criterio de búsqueda «coche macarra» para que allí apareciese el Hyundai coupé con su inconfundible silueta. Se perfectamente que el vocablo «macarra» tiene una connotación terrible y unos sinónimos aterradores. Pero yo, a los solos efectos de esta web, me limito a aquella definición que aparece la segunda en el D.R.A.E.: vulgar, de mal gusto. La sinonimia es demoledora: chabacano, hortera, vulgar, ordinario… Yo me hubiese permitido añadir charro aunque solo sea por la poderosa razón de que estoy casado —por la iglesia— con una charra. Pero, es posible que el carácter de charro no fuera intrínseco al coupé y solo lo adquiriera cuando lo tuneé.
Hasta ahora, las calificaciones dadas del coche rojo que le compré a Daniel, son peyorativas. Pero, sin perder el carácter fundamental de transgresor, se podrías suavizar algo esas calificaciones si decimos que, tanto el coche como su conductor, eran frikis. Pero esta palabra no goza de todo mi aprecio al contrario que macarra. Debe tenerse en cuenta que el vocablo que nos ocupa viene del francés maquereau pasando por el catalán macarró lo cual, desde el punto de vista exclusivamente lingüístico, lo dignifica un tanto. En cambio, friki, viene del inglés freaky y es, por tanto, palabra de muchachada que, al parecer, la emplean un poco como comodín cuando, con un criterio tal vez discutible, se enorgullecen de ser raritos y de pertenecer a un clan exclusivista, membresía que le otorgan su aspecto y aficiones. Ellos lo que están pretendiendo, sin saberlo, es no ser ni parecer burgueses ni alienados por el sistema, categorías estas que, en mi juventud, eran fuertemente denostadas. Y nos queda otro vocablo a considerar, este referido en exclusiva a las mujeres. Estoy hablando de una choni. Y aquí hay que hacerse una pregunta intrigante que ya no tendrá respuesta: ¿aquella novia de Daniel, el vendedor del coche, aquella que lo dejó porque se lio con el encargado de su trabajo, era una choni? De entrada, de una chica que acepta —se supone que con gusto— el regalo de un Hyundai coupé rojo vampiro e incluso lo quiere retener después de la ruptura con el novio que le hizo el regalo, nos es lícito pensar que era un choni. Pero quizás ella en su momento, al igual que yo después, le daba un valor meramente transgresor a aquella posesión sin que, por ello, fuese, en su auténtica identidad, una choni. De todas formas, vamos a convenir que cuando el coupé lo conducían manos femeninas era un coche choni y, cuando lo conduje yo, se convirtió en coche macarra. Y cierro estas reflexiones diciendo que aquel coupé era un ente ambiguo y podía considerarse friki, choni o macarra. Con las salvedades hechas, me decanto por este último adjetivo, robusto, contundente y expresivo. Y para quitarle hierro, hay que considerar que macarra, la mayoría de las veces, está desposeído de su carácter terrible para convertirse en insulto genérico e inespecífico. Porque ser insultado por aquello con lo que estamos a gusto e incluso orgullosos, convierte el insulto en elogio. Y es en este núcleo donde yo lo quiero encajar.
Debo de volver ahora a que, una vez dueño del coche, me vi impelido inexcusablemente a tunearlo para que el coupé estuviera en su salsa y esto me comprometía a un ejercicio de luz y sonido. Para ir probando, compré unas cuantas figuritas metálicas y adhesivas como un signo @ que coloqué junto a la antena, un conejito del Play Boy que puse al lado de la palanca de cambios y un logo Tunning que adherí sobre el paso de rueda delantero derecho. Seguí mis maniobras, cambiando los vulgares tapones negros de las válvulas del aire de los pneumáticos por otros metálicos, plateados y llamativos. Naturalmente, esto fue un error porque, al amparo de la noche, una mano aleve retiró los tapones sin sustituirlos por otros por lo que las válvulas quedaron a la intemperie. No me gustó aquello, por supuesto, pero me tranquilicé pensando que el autor del hurto no era un burdo ratero de artículos golosos y fáciles de distraer sino alguien macarra como yo que se encaprichó con aquellos tapones tan vistosos. Incluso pensé en una choni que los quiso para su Fiat 500 y que le pidió el favor de agacharse al chico que la acompañaba. Sea como fuera, se trataba de colegas y di la pérdida por bien empleada pero, por supuesto, volví a colocar los tapones negros de la burguesía.

Más adelante, coloqué unas lucecitas azules en las salidas de los lavaparabrisas que se encendían al accionar las luces llegando a colorear incluso los chorritos de agua en su emergencia camino del cristal laminado. Esto era transgresor pero no transgresor en potencia o en espíritu sino que contravenía lo sabiamente dispuesto en el Código de Circulación que prohíbe cualquier luz que no sean las homologadas. A pesar de eso, me arriesgué a pasar la ITV con las lucecitas azuladas y, como no podía ser de otra manera, el inspector me reconvino pero me dio la impresión de que lo hizo más por prurito profesional que por convicción quizás porque, en su fuero interno, también tuvieran alma de macarra. Yo me disculpé tontamente y le dije que, en cuanto llegara a casa, desconectaba los cables.
—Y sé que no los vas a hacer —me dijo serio el inspector— pero mi obligación es decírtelo.
Me dieron el visto bueno y la pegatina que coloqué orgulloso en un ángulo del parabrisas y, en sucesivas inspecciones, no volví a saber nada de las lucecitas azuladas.
Y no contento con estas, al poco tiempo me encontré en un hipermercado unos pedales lumínicos. Aquí sí tuve que acudir al mecánico para su instalación y así obtuve unos sobrepedales de aluminio muy en plan deportivo que se colocaban sobre la goma de la burguesía. ¿Qué por qué eran lumínicos? Pues simplemente porque, al accionar un interruptor que el mecánico instaló estratégicamente, se encendían unas lucecitas también azuladas que iluminaban el pedalier lo cual provocaba un efecto espeluznante. Y ahora solo me quedaba la guinda del pastel:colocar unos neones en los bajos del coche para encenderlos por la noche de forma que el automóvil pareciese que corría lanzando rayos y centellas a su paso. Pero esto lo vi ya más arriesgado, más caro y de difícil montaje y, además, tuve claro que, si alguna noche se me ocurría encender la luminaria, todos los municipales me perseguirían haciendo sonar sus sirenas.
Así que di por terminada la faceta luz y pasé a la del sonido. Parece lógico pensar que lo primero que debía hacer es dotar al coupé de un buen y potente aparato de radio que, de yapa, llevase algunos colorines luminosos y movibles siempre y cuando que estos no produjeran aturdimiento en el conductor poniendo en riesgo la seguridad vial. Este aparato se complementaria con unos grandes altoparlantes y, por supuesto, un enorme subwoofer o «cajón» que iría instalado en el maletero donde nunca pensaba llevar equipaje ninguno aparte de la compra esporádica del supermercado y del Kalashnikov que me traje del Congo cuando estuve allí de mercenario. Sí, esta parece la idea preconcebida. Pero, en mi caso, no fue así. Cuando voy conduciendo, no quiero músicas sea esta del tipo que sea y no puedo dejar de acordarme de la frase atribuida a Napoleón que hago mía: la música es el más soportable de los ruidos. Y no es que quiera el silencio —no abras los labios si lo que vas a decir no es más hermoso que el silencio, dice el proverbio árabe que también hago mío— sino que quiero el ruido más emotivo que puede oírse cuando se va conduciendo, esto es, el ruido del motor y el de la rodadura. Otro tanto decía el capitán pirata de Espronceda cuando veía Asia a un lado, al otro Europa y, allá al frente, Estambul:
Son mi música mejor, aquilones
el estrépito y temblor de los cables sacudidos
del negro mar los bramidos
y el rugir de mis cañones.
He dicho ruido del motor y de la rodadura pero haría bien en decir sonido. Porque ¿quién puede llamar ruido al sonido que hace un motor perfectamente ajustado, engrasado y puesto a punto? ¿quién puede llamar ruido al de las gomas calientes que se deslizan echando humo sobre el asfalto hirviente de la MU-30?. Cilindros, pistones, bielas, cigüeñal, válvulas, ruedas dentadas, correas. Válvulas y filtros… cada uno de ellos dando exactamente su nota y justamente en el volumen oportuno. Un golpe de freno y los discos lanzan su gemido al ser mordidos por las pinzas, un golpe de palanca de cambios y las revoluciones se enervan, un medido derrape y los pneumáticos chirrían y el asfalto hirviente de la MU-30 lo agradece. Pero, por encima de toda esta sinfonía con su cadencia y su tempo, el solista indiscutible resuena por los caminos de España: el tubarro de escape, la boca de fuego largando metralla. ¡Ahí es donde hay que poner el oído¡ ¡ahí es dónde se captan las entrañas y las entretelas del motor! ¡ahí es, en fin, dónde el cerebro y el corazón del humano entran en sintonía con la máquina y sus potencias y ambas sinusoides se acompasan!
Claro que hay un problema. Por mor de la convivencia ciudadana, los tubos de escape están constreñidos en su amplitud sonora por el silenciador. De lo contrario, el tráfico por calles, plazas y carreteras se haría insoportable para las personas y estas protestarían a la autoridad de día y, sobre todo, de noche. En efecto, el silenciador cumple perfectamente su función de atenuar el ruido del motor que, no lo olvidemos, funciona con explosiones pero, para ello, debe frenar y retener la salida de los gases de la combustión lo cual resta cierta potencia. Pero esto es los de menos. Si nuestro motor tiene el cubicaje y el caballaje suficiente, unido a un diseño eficiente —lo que damos por hecho—, a pesar de la restricción del silencioso, harán que el vehículo gane rápidamente velocidad cuando pise el asfalto de la MU-30. Pero ¿y el sonido? ¿qué pasa con ese retiemblo de aquilones que diría el capitán pirata? Pues que, repito, por mor de la convivencia, queda amordazado y mohíno.
Así que no quise radio ni músicas para el coche macarra pero, desde que su volante estuvo entre mis manos y sus pedales lumínicos a mis pies, tuve una idea de la que lo mejor que se puede decir es que era trasgresora: quise ponerle el escape libre para oír lo que, de verdad, tuviera que decirme. Mirando en las web adecuadas, encontré un artilugio que, una vez montado y con la ayuda de un mando a distancia, se podía alternar el ir morigeradamente con silenciador o liberar ataduras, cuando las condiciones lo permitieran, e ir a escape libre. No era especialmente caro ni tampoco difícil de instalar dada la pericia de mi mecánico de confianza. Pero lo mismo que no me atreví a los neones en los bajos tampoco me atreví a instalar el ingenio. Demasiado trasgresor incluso para un coche macarra Hyundai coupé y un conductor nostálgico y añorante de las noches perdularias de la juventud.

Del coche macarra a la web y al blog
Pero como el pecador no tiene propósito de enmienda y vendido ya el coche rojo, he decidido consolarme con esta página web y con este blog. Su título lo dice todo: A escape libre. Ya que no pude ir así por las carreteras, lo haré desde la tranquilidad de este despacho que me he montado que está más cerca del Infierno que del Cielo. Escribir a escape libre no quiere decir no respetar ciertas normas pero sí ser transgresor transgrediendo, valga la redundancia, el respeto que se le debe a los imbéciles y a «Bruselas», los dos enemigos declarados de quien esto escribe. Es posible que los blog ya estén demodés y que incluso tengan cierto regusto a rancio. En cambio, hace unos años, todo el mundo escribía un blog. A veces, he visto blogs que tienen no más de tres o cuatro entradas, propios de algún enthousiasmós que pronto se desinfló. Incluso las periódicos —al menos así lo hizo uno de los locales— abrieron una sección para que, quien quisiera, escribiera allí su blog. El caso es que hubo muchos, muchísimos, millones de blogs. Algunos, los menos, eran interesantes y los más estaban escritos por imbéciles. En todo caso, entradas cortas, breves, porque el imbécil es incapaz de redactar varios párrafos seguidos. De ahí que, paralelamente, tuvieran también mucho éxito los relatos cortos porque permitían a los romos presentarse a los concursos que convocaban los ayuntamientos pueblerinos porque en ellos tienen cabida hasta los semianalfabateos incapaces de escribir seguidas al menos mil palabras manteniendo un hilo argumental y la coherencia del discurso.
He de señalar, por su relevancia que, entre todos los millones de blogs, tuvieron predicamento los escritos por sanitarios. A los médicos, en concreto, siempre les (nos) ha gustado escribir. Eso está bien y lo veo como un mérito más de los muchos que tiene la profesión. Sin embargo, había un problema y es que los médicos blogueros tendían, de manera fácilmente perceptible, al autobombo, a la hagiografía y a la moralina. Tenían el prurito insalvable de estar (o aparentar estar) muy concienciados sobre la salud de sus conciudadanos y lectores a los que apabullaban con consejos de toda índole sobre cómo vivir más y mejor. Vivir más se mide en años de reloj y, por lo tanto, es un parámetro objetivable. Vivir mejor es subjetivo y, como tal, no hay metro que lo mida. No era esto obstáculo para los médicos blogueros que, tirando de bonhomía y profesionalidad, se irrogaban que su opinión al respecto era la acertada. De ahí, la mucha doxa que había en las entradas de los blogs sanitarios. Todo ellos, incluso los de más enjundia y prestancia, fueron desapareciendo uno tras otros. Quizás fueron víctimas de un fenómeno social y comunicativo, mudable y falaz, que les dio vida, los alzó hasta lo alto y luego los hizo caer. Esto parece cierto pero también es plausible que los blogueros sanitarios en unos pocos años de continua concurrencia al ordenador y a la web, dijeron todo lo que tenían que decir que, afortunadamente, no era mucho. Esto es, tenían un depósito —quizás grande pero limitado y finito— y, como había un caño de salir y no un caño de entrar, el depósito se vació en un tiempo relativamente corto.
Cabe preguntarse ahora la razón de ser de esta web y de este blog cuando ya estos están fuera de temporada. Y es posible que así sea pero es que yo, mi persona y mi intelecto, mi volición y mis añoranzas e incluso me atrevo a decir que mi integridad cognitiva estamos todos en el punto más alto de la curva vital. Mejor dicho, estamos en una meseta elevada que deseo que se prologue un largo tiempo. Por eso tengo que escribir. Y tengo que escribir a escape libre aunque sin panegíricos y, sobre todo, sin moralina. Más aún, tengo que escribir contra la moralina de «Bruselas» y de los imbéciles. Como si fuera por la Costera Sur o por la MU-30 quemando gomas y con el tubarro largando metralla. Nunca lo pude hacer con el coche macarra pero sí espero hacerlo con el teclado. Y si hay alguien a quien le gusta lo escrito y aplaude, pues me daré por satisfecho.
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