Bienvenido a A escape libre

A manera de justificación

 

Con tres carriles en cada sentido, la Costera Sur nos invita a ir a escape libre, con el tubarro largando metralla. Pero yo ya vendí mi coche macarra porque me suponía más engorro y gastos que ventajas. Hice una buena venta. No, no porque me dieran mucho dinero por la transacción sino porque el comprador fue un chico muy joven que aún estaba pendiente de obtener el carnet de conducir. Según me dijo el mecánico que actúo de intermediario, le hizo mucha ilusión hacerse con ese coche. Al parecer, lo había visto en una serie de televisión aunque ignoro si el conductor era el bueno o el malo aunque supongo que esas disquisiciones son irrelevantes para un chico que admira un coche y, dicho desde ya, son también irrelevantes en esta página y en su blog.

Aquel coche macarra matrícula de Alicante y de color rojo vampiro tiene su historia. Me la contó el chico de Elche, Daniel, el que me lo vendió a mí y con quien hice una cierta amistad de circunstancias. Al parecer, él se lo había comprado como regalo a una su novia. Esta no tenía trabajo pero, al poco tiempo de tener el nuevo coche, lo encontró. Y le fue bien. Tan bien que, al poco tiempo de estar con el nuevo empleo, se «lio con el encargado» (sic) dejando plantado a Daniel. Este se rehizo pronto del desencanto y, con buen criterio, le preocupó más las pérdidas materiales que la perfidia de su ex novia. Así tuvo buen empeño en recuperar el coche macarra y, tras unos trámites, lo consiguió. Como él tenía su propio coche y el regalo devuelto era innecesario, se precipitó a venderlo, puso su anuncio en la web correspondiente y allí lo encontré yo. 

Pero, mientras venía conduciendo en mi primer viaje desde Elche hasta Murcia ya a una velocidad absurda, tuve, de repente, una premonición: ¿no podía haber ocurrido que la pérfida, ante la rabia de tener que devolver el coche rojo, hiciese algún destrozo en los frenos o en la conducción? Tanteé estos dos elementos y todo parecía estar correcto. Pero lo primero que hice fue llevar el coche al taller para que mi mecánico de confianza lo revisara todo a conciencia. Obtenido el beneplácito del mecánico, ya pude conducir tranquilo quemando gomas por la MU-30.

No acabó aquí la historia de Daniel. Posteriormente, quedamos convenidos en la cafetería de El Corte Inglés de Elche para el intercambio de los últimos papeles. Y cuál no sería mi sorpresa cuando lo vi acudir de la mano de una chica joven, guapa y de muy buena presencia. Inmediatamente, me temí lo peor. Tomamos café los tres y charlamos distendidamente pero yo estaba en vilo porque le tenía que decir algo importante a Daniel.

 


La ocasión propicia la tuve pronto pues la chica —de la que no llegué a saber el nombre y, si lo supe, lo he olvidado— se disculpó para ir al aseo. Cuando nos quedamos solos, miré fijamente al vendedor y le dije:
—Tengo que decirte algo importante
—¿Del coche? ¿Es que no estás a gusto con él?
—¡Sí, sí! Estoy muy a gusto con él y me alegro de haberlo comprado. Lo que te tengo que decir es otra cosa.
—Pues dímela
—Mira, Daniel, soy bastante mayor que tú y me has caído simpático. Por eso me atrevo a hacerte una pregunta: ¿qué relación tienes con esa chica?

 

Un gallo a Esculapio

     Esculapio fue el dios romano de la Medicina, trasunto del dios griego Asclepio. Este fue educado por el centauro Quirón, quien le enseñó todo lo relativo a las artes curativas, especialmente lo concerniente a plantas medicinales. Los asclepíades eran los discípulos de Asclepio o de sus sacerdotes y, por extensión, los que practicaban la Medicina. Humildemente y siglos después, yo me considero un asclepíade ya jubilado. Pero ahora tenemos que fijarnos más en la deidad romana, o sea, en Esculapio. Y esto porque, como es cosa sabida, Sócrates, cuando iba a encontrar la «curación» que le proporcionaría la cicuta, le ordenó a sus discípulos que no dejasen de llevar un gallo a Esculapio. No me resisto a escribir aquí la anécdota que contaba mucho mi padre. Una de las enfermas a las que cuidó hasta el final, dejó dicho en su testamento —insisto, no de boquilla sino en su testamento ante notario y testigos— que el mejor lomo de la matanza siguiente a su muerte que se le regalase a Don Antonio lo cual no deja de ser un equivalente al gallo para Esculapio que mandó Sócrates.

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Cafetería Restaurante Deborah

     Durante algunos días, hemos estado comiendo en la mesa familiar —que ya se ha reducido a la mesa conyugal—, con la ayuda servicial de las servilletas de la «Cafetería Restaurante Deborah». He de decir que las palabras «servicial» y «servilleta» tiene, para mí, algo en común. Quizás sea solamente su parecido fonético pero es que también me ha parecido siempre que las servilletas son serviciales. Su uso estándar es limpiarse dedos y labios cuando se está comiendo. Los manuales de urbanidad de hace unos años decían taxativamente que, bajo ningún concepto, debía usarse la servilleta para limpiarse los mocos. Pero, naturalmente, esa prohibición estaba basada en que la servilleta era de tela y, frecuentemente, tenía una inicial bordada. En la actualidad y dado que las servilletas son de papel —reciclado o no— e incluso cortadas del rollo del «matatrapos de la cocina y, por lo tanto, de usar y tirar, quizás hubiera que replantearse la norma de los mocos. Yo soy de la opinión liberal —y así lo haré constar en mi futuro libro de cocina— de que, en el siglo XXI, sí es lícito sonarse los mocos con la servilleta de papel. Comedidamente, sin duda, pero ya no dejamos en una pieza de la mantelería de Lagartera un desecho biológico de indudable mal gusto. Además, si tenemos la suerte de comer en casa y la servilleta usada como pañuelo ha queda desastrosa, podemos levantarnos, tirarla a la basura y coger otra nueva y limpia.

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Andando al supermercado

      Recuerdo perfectamente cuando mi padre me habló, como de maravilla, del supermercado de Zafra. Yo estaba interno en el colegio de los jesuitas de Villafranca de los Barros, en los cursos inferiores de lo que entonces se llamaba Bachillerato, así que podría tener uno 11 o 12 años. Por su parte, mi padre hacía poco que se había comprado un 600 y la conjunción de tener un coche y hacer la compra en un supermercado le situaba en un status de modernidad y europeísmo y en una relativa soltura económica. En aquel 600, como en todos los coches, todavía se viajaba sin cinturón de seguridad. Y así fue hasta que «Bruselas»decidió que los ciudadanos íbamos mejor amarrados a los asientos. Y sí, «Bruselas» en aquella ocasión tenía razón pero a mí no me cabe ninguna duda que aquella norma fue el primer ensayo de control de la población que yo conocí. Pero, volviendo al supermercado, mi pregunta surgió inmediatamente: ¿qué es un supermercado?. Mi padre me contestó que era un comercio donde no te atendía un dependiente sino que tú cogías directamente las cosas de las estanterías y luego pagabas a la salida. No me enteré bien de su respuesta quizás porque no fuese capaz de concebir una cosa tal. A pesar de mi innata inteligencia, solo conocía las tiendas del pueblo, como la de mi tío abuelo Antonio Comesaña, que tenía en la fachada un rótulo art déco que rezaba: Tejidos, Calzados y Coloniales. Mucho habría que hablar de cómo era y funcionaba aquel comercio y cuáles eran sus rituales pero lo que importa ahora es que lo presidía un mostrador donde el cliente era atendido por un dependiente a quien le pedía lo que necesitaba. Y este mismo dependiente, le cobraba y le daba la vuelta si era necesario.

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Sobre nosotros

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