El blog sin florecitas ni pajaritos y, sobre todo, sin moralina.


Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa

     Han pasado más de 60 años y recuerdo aquel cuento. No lo recuerdo perfectamente, pero lo recuerdo. Así, los dos primeros versos de la narración —porque la narración venía versificada— eran: en el bosque de este cuento, con el general contento… y luego seguía la cosa. He olvidado, repito, los detalles pero guardo memoria de que la historia iba de que la emisora de radio del bosque —UJUJU Radio Pinar, y aquí hay que rememorar que el germen de Radio Madrid se catalogaba como EAJ-7 cuando funcionaba con una estación Marconi— convocaba un concurso que consistía en ser el primero en presentarse en las instalaciones radiofónicas zoomórficas portando un plumero. 

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La maniobra del listillo

     Esta entrada va de coches y conductores y de lo primero que me acuerdo es que al director de orquesta («el director de esta orquesta, ha perdido la batuta y ¿dónde la fue a encontrar? en una casa de… empeños», se cantaba en los jolgorios juveniles de hace muchas décadas) se le llama conductor en inglés. Indudablemente, hay similitud entre ambos oficios pero esta es la hora en que comprendo perfectamente la función que desempeña un conductor de automóvil pero no he conseguido comprender cuál es la que desempeña el conductor de orquesta aunque no negaré que su entrada al escenario o foso para ponerse al frente de los instrumentos tiene mucho encanto y de ahí que se acoja con aplausos. Y de los segundo que me acuerdo es que los niños que crecimos en pueblos por los que no pasaban ni el tren ni los coches —aunque, paradójicamente, sí venía una avioneta para sulfatá—, seguimos encontrando divertido ver, de manera quizás meditabunda, el ir y venir del tráfico rodado. Así lo hago yo cuando salgo de tomar café en la cafetería de El Charco y me dispongo a fumar el cigarrillo en la amplia acera a la sombra donde hay una papelera dotada de un cenicero —preconciliar, al igual que los saleros— y donde hace parada el bus 6 que va de La Alberca a Murcia pasando por la rotonda de La Muela donde está el último semáforo antes de llegar a París. Y mientras fumo, veo con mucho entretenimiento, pasar los coches, desde los utilitario a los haigas, los neotaxis Uber, las furgonetas con los laterales rotulados y los camiones con la tolva giratoria repleta de hormigón para los edificios («residenciales») que se construyen en la Costera Sur.

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39 centímetros de ticket

No recuerdo cuándo empecé a ver los tickets tal y como los conocemos ahora. En cambio, sí recuerdo, de niño, que mi madre llegaba de la compra en los comercios del pueblo con un trozo irregular del papel de estraza —hoy conocido como papel Kraft— en el que, anotados a lápiz, estaban los artículos, su importe en pesetas y la suma de estos importes. Quizás deba hacer una digresión sobre aquel papel de estraza de mi infancia. Venía en grandes pliegos que luego los dependientes iban cortando, con bastante habilidad manual, hasta obtener un fajo de hojas de unos 20x20 cm. Era luego un pasmo ver cómo ese fajo se colocaba en el borde del mostrador y, apretándolo y sujetándolo con una mano, se hacían pequeños pero enérgicos movimientos rotatorios con la palma de la otra. El objetivo era conseguir que los bordes de los papeles no quedasen perfectamente alineados sino que, por el contrario, se distribuyesen en una forma estrellada. Y, a su vez, el objetivo de este esfuerzo, era que quedasen picos que se pudiesen asir cómoda y rápidamente, para separar una hojita y envolver con ella—haciendo, de nuevo, gala de habilidad para conseguir un paquetito en forma de monedero cuyos bordes estaban perfectamente plegados— el artículo a despachar que bien podía ser azúcar aterronada, fideos entrefinos, saetines —que no se vendían por gruesas sino al peso— o café de cebada, conocido entonces como «café del malo».

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Pecados de supermercado

     Me pasó hace pocos días y lo cuento aquí, en esta entrada del blog sobre los pecados que se cometen en el supermercado, tierra llana de faltas y deslices como ninguna otra. Partimos de la base que afirma o afirmaba, con absoluta rotundidad, el Catecismo de la Doctrina Cristiana. Aquella docta obra decía que «se podía pecar de pensamiento, palabra, obra y omisión» ¡Ahí es nada! ¡No hay resquicio por dónde escaparse! Si en mi infancia de niño de Primera Comunión —fui al acto, que algún día quizás cuente, vestido de Almirante de la Armada con bonitas charreteras doradas y zapatitos blancos— hubiese habido supermercados, tal y como los conocemos hoy en día, posiblemente las damas catequistas hubieran puesto, ante el asombre de los niños, el supermercado como lugar tan perfectamente demoníaco que allí se cumplen los requisitos necesarios y suficientes para pecar de las cuatro maneras señaladas y que, por lo tanto, ir a uno de ellos, al igual que a un baile, es ponernos en ocasión de pecar y, en su momento, convertirnos en réprobos.

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Comercios del ramo

De la historia que voy a referir como introducción a los comercios del ramo, no puedo decir que fuese testigo ocular. Me la refirió AB y, aunque han pasado 50 años, recuerdo perfectamente su relato pero he olvidado si este tuvo lugar en la barra de algún bar de estudiantes delante de una caña y una tapa de pavía, en un descanso de aquellas jornadas de estudio que me llevaban hasta su piso de Los Remedios donde su madre nos daba de merendar un bocadillo de fuagrás o a la luz de una farola en una madrugada perdularia de cubata y fracaso. Las narraciones de AB, en principio, eran creíbles pero no por ello dejaban de tender a la hipérbole y a la fantasía sobre todo si estaba en juego alguna conquista amorosa. Pero esta, en concreto, era aséptica en este sentido por lo que la doy por cierta al 90%.

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Cuatro agujeros

     De esta foto que coloco hoy en el blog, es evidente (obvio han aprendido ahora a decir, cual loros, el sector simple de la gente joven y algún que otro imbécil de los, cual cotorras, hablan por el radio) que no vale más que mil palabras. No es una foto bonita, ni sugerente, ni evocadora ni dramática. No hay luces ni sombras, ni contraluces, ni brillo, ni contraste, ni saturación, ni hay enfoque ni desenfoque. Una foto plana y con un encuadre simple. Es una foto, en fin, que necesita mil palabras.

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La tapa de pulpo.

     Bordeando la pequeña jungla urbana, llegué a uno de los bares pedáneos a los que puedo ir andando. En la mañana de sábado, como en todas las mañanas hebdomadarias del jubilado, mi objetivo, como hombre de barra, era tomar café, un café solitario y meditabundo —palabra que, como todas las terminadas en «bundo», se escribe con «b»— que me sirve para darle al ojo y al oído y enterarme de las novedades cotidianas y próximas porque, lamentando mi insolidaridad, las lejanas de las que habla el radio por modulación de frecuencia y por boca de imbéciles, han dejado de interesarme si es que alguna vez me interesaron.

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Un gallo a Esculapio

     Esculapio fue el dios romano de la Medicina, trasunto del dios griego Asclepio. Este fue educado por el centauro Quirón, quien le enseñó todo lo relativo a las artes curativas, especialmente lo concerniente a plantas medicinales. Los asclepíades eran los discípulos de Asclepio o de sus sacerdotes y, por extensión, los que practicaban la Medicina. Humildemente y siglos después, yo me considero un asclepíade ya jubilado. Pero ahora tenemos que fijarnos más en la deidad romana, o sea, en Esculapio. Y esto porque, como es cosa sabida, Sócrates, cuando iba a encontrar la «curación» que le proporcionaría la cicuta, le ordenó a sus discípulos que no dejasen de llevar un gallo a Esculapio. No me resisto a escribir aquí la anécdota que contaba mucho mi padre. Una de las enfermas a las que cuidó hasta el final, dejó dicho en su testamento —insisto, no de boquilla sino en su testamento ante notario y testigos— que el mejor lomo de la matanza siguiente a su muerte que se le regalase a Don Antonio lo cual no deja de ser un equivalente al gallo para Esculapio que mandó Sócrates.

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Cafetería Restaurante Deborah

     Durante algunos días, hemos estado comiendo en la mesa familiar —que ya se ha reducido a la mesa conyugal—, con la ayuda servicial de las servilletas de la «Cafetería Restaurante Deborah». He de decir que las palabras «servicial» y «servilleta» tiene, para mí, algo en común. Quizás sea solamente su parecido fonético pero es que también me ha parecido siempre que las servilletas son serviciales. Su uso estándar es limpiarse dedos y labios cuando se está comiendo. Los manuales de urbanidad de hace unos años decían taxativamente que, bajo ningún concepto, debía usarse la servilleta para limpiarse los mocos. Pero, naturalmente, esa prohibición estaba basada en que la servilleta era de tela y, frecuentemente, tenía una inicial bordada. En la actualidad y dado que las servilletas son de papel —reciclado o no— e incluso cortadas del rollo del «matatrapos de la cocina y, por lo tanto, de usar y tirar, quizás hubiera que replantearse la norma de los mocos. Yo soy de la opinión liberal —y así lo haré constar en mi futuro libro de cocina— de que, en el siglo XXI, sí es lícito sonarse los mocos con la servilleta de papel. Comedidamente, sin duda, pero ya no dejamos en una pieza de la mantelería de Lagartera un desecho biológico de indudable mal gusto. Además, si tenemos la suerte de comer en casa y la servilleta usada como pañuelo ha queda desastrosa, podemos levantarnos, tirarla a la basura y coger otra nueva y limpia.

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Andando al supermercado

      Recuerdo perfectamente cuando mi padre me habló, como de maravilla, del supermercado de Zafra. Yo estaba interno en el colegio de los jesuitas de Villafranca de los Barros, en los cursos inferiores de lo que entonces se llamaba Bachillerato, así que podría tener uno 11 o 12 años. Por su parte, mi padre hacía poco que se había comprado un 600 y la conjunción de tener un coche y hacer la compra en un supermercado le situaba en un status de modernidad y europeísmo y en una relativa soltura económica. En aquel 600, como en todos los coches, todavía se viajaba sin cinturón de seguridad. Y así fue hasta que «Bruselas»decidió que los ciudadanos íbamos mejor amarrados a los asientos. Y sí, «Bruselas» en aquella ocasión tenía razón pero a mí no me cabe ninguna duda que aquella norma fue el primer ensayo de control de la población que yo conocí. Pero, volviendo al supermercado, mi pregunta surgió inmediatamente: ¿qué es un supermercado?. Mi padre me contestó que era un comercio donde no te atendía un dependiente sino que tú cogías directamente las cosas de las estanterías y luego pagabas a la salida. No me enteré bien de su respuesta quizás porque no fuese capaz de concebir una cosa tal. A pesar de mi innata inteligencia, solo conocía las tiendas del pueblo, como la de mi tío abuelo Antonio Comesaña, que tenía en la fachada un rótulo art déco que rezaba: Tejidos, Calzados y Coloniales. Mucho habría que hablar de cómo era y funcionaba aquel comercio y cuáles eran sus rituales pero lo que importa ahora es que lo presidía un mostrador donde el cliente era atendido por un dependiente a quien le pedía lo que necesitaba. Y este mismo dependiente, le cobraba y le daba la vuelta si era necesario.

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