Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa

Publicado el 13 de octubre de 2025, 14:12

"Los niños debían acostumbrarse a ser ordenados ya que ningún niño desordenado podía ser bueno o lo que es lo mismo, ningún niño buena persona será desordenado. Porque el desorden, el dejar las cosas en cualquier parte, el tener la habitación hecha una leonera, el no ayudar a la mamá en el adecentamiento de la casa, estaba unido inexorablemente a la holgazanería y a la molicie y a la tendencia a acudir a garitos de tahúres."

     Han pasado más de 60 años y recuerdo aquel cuento. No lo recuerdo perfectamente, pero lo recuerdo. Así, los dos primeros versos de la narración —porque la narración venía versificada— eran: en el bosque de este cuento, con el general contento y luego seguía la cosa. He olvidado, repito, los detalles pero guardo memoria de que la historia iba de que la emisora de radio del bosque —UJUJU Radio Pinar, y aquí hay que rememorar que el germen de Radio Madrid se catalogaba como EAJ-7 cuando funcionaba con una estación Marconi— convocaba un concurso que consistía en ser el primero en presentarse en las instalaciones radiofónicas zoomórficas portando un plumero. 

     Y aquí pierdo un poco el hilo de la historia pero en ella se contraponían a Doña Ardilla con otro bicho («bicha», en concreto). Doña Ardilla era muy ordenada y encontró inmediatamente el plumero y salió corriendo con él dispuesta a ganar el premio. Doña Bicha era muy desordenada y, solo después de mucha búsqueda, dio con el utensilio. Pero ¡ay! Doña Bicha poseía un scooter y salió a todo gas montada en él por lo que pronto adelantó a Doña Ardilla dedicándole, al paso, una risita irónica y malvada. Pero otra vez ¡ay! porque resulta que Doña Ardilla era amiga de un águila a quien, en una ocasión, había curado caritativamente de unas heridas. Y he aquí que aparece el águila, monta a Doña Ardilla y al plumero en su lomo, emprenden un veloz vuelo, adelantan a Doña Bicha y a su scooter, llegan los primeros a UJUJU Radio Pinar y consiguen el ansiado premio.

     Aquellos cuentos primigenios que yo leía apenas aprendí las letras y las palabras escritas —cosa que aproveché también para leer a escondidas los gruesos libros de Medicina de mi padre y así me fueron revelados algunos secretos anatómicos— eran cuentos troquelados, o sea, que estaban recortados según una figura o dibujo que simbolizaba la historia. Además, traían de yapa un pequeño juguetito también alusivo. En el caso del cuento de Doña Ardilla, evidentemente, era un plumerito. Por allí desfilaron el Gato Mix y también una pobre niña castañera que murió de frío sin que nadie la socorriera. Era tan buena que, inmediatamente, bajaron los angelitos del cielo para recoger su alma. Y —esto si lo recuerdo perfectamente— entre aquellos angelitos había uno negro lo cual entonces suponía una novedad un tanto revolucionaria. No he olvidado el comentario que, al respecto, le hizo mi padre a mi madre: este angelito negro está pintado por la canción de Machín. Y yo, más de 60 años después, lo vuelvo a tararear: que también se van al cielo, todos los negritos buenos….

     Tengo claro que aquellos cuentos troquelados estaban pensados para entretener a los niños como yo pero, indudablemente, también intentaban adoctrinarlos inculcándoles buenas costumbres y buenos modales. «Educación en valores» que se dice ahora y con la cual las señoritas de las escuelas siguen adoctrinando a los niños en medio de su griterío y su algazara, cosa permitida y aún favorecida para evitar que tengan tiempo o ganas de pensar por su cuenta y adquirir un criterio propio de forma tal que así acaben convirtiéndose en perfectos informáticos o fisioterapeutas. Y en concreto, el cuento de Doña Ardilla y el plumero tenía una fácil moraleja o mejor, dos. La primera es que hay que ser buenos y portarse bien con los demás. Me considero una buena persona es un dicho ahora habitual, el cual, puesto en boca de un imbécil, suena a sarcasmo. Pues eso, aquel cuento quería que los niños fuéramos buenas personas y que curásemos a las águilas heridas que nos saliesen al paso. Eso sí, en la inteligencia de que esa buena acción iba a tener su recompensa a veces en el momento menos pensado. La segunda moraleja —que ahora es la que realmente interesa— es que los niños debían acostumbrarse a ser ordenados ya que ningún niño desordenado podía ser bueno o lo que es lo mismo, ningún niño buena persona será desordenado. Porque el desorden, el dejar las cosas en cualquier parte, el tener la habitación hecha una leonera, el no ayudar a la mamá en el adecentamiento de la casa, estaba unido inexorablemente a la holgazanería y a la molicie y a la tendencia a acudir a garitos de tahúres.

     Pero, sin necesidad de llegar a los extremos del delito y el pecado, de la cárcel en esta vida y de la condenación eterna en la otra, quedaban los niños advertidos de que el desorden era un inconveniente práctico para la vida cotidiana pues, aparte de que muchas cosas valiosas se perderían, su trabajo y su actividad serían un sinvivir por la dificultad y el tiempo perdido para encontrar cualquier cosa. En cambio, el orden y el ser ordenados, le volverían fácil e incluso agradable todo trabajo y toda actividad. Además, acabarían antes y podrían dedicarse a juegos instructivos.

    Y es así como se acuñó la frase que resume esta ponderación del orden: «cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa». Dicho así, como de pasada, la instrucción no tiene la enjundia ni la hondura que  adquiere si recapacitamos en ella.

Aparentemente, el que cada cosa tenga su sitio y el que haya un sitio para cada cosa, solo entraña una mínima dificultad. Basta con adquirir unos sencillos hábitos y una discreta disciplina para que esa manera de actuar se incorpore a lo cotidiano y ya nos comportemos así de manera automática y sin que nos cueste esfuerzo alguno. Pongo un ejemplo aclarador: las llaves. Hoy en día pueden ser varias: las de la casa, las del coche, las del trabajo, el mando a distancia del garaje, las del trastero y algunas más que no es necesario explicitar. Por ese mecanismo mental de los recuerdos y las asociaciones se me acaba de ocurrir algo y me parece oportuno, divertido e ilustrador para los más jóvenes, hacer un pequeño excurso. En los pisos de mi juventud, donde un patrón o patrona acogía a pupilos estudiantes, podía ocurrir que aquellos fueran confiados y generosos o, por el contrario, desconfiados y mezquinos, tan desconfiados y mezquinos que podrían dejar en mantillas al dómine Cabra quevedesco. Para medir su calaña, baste decir que dotaban de una cerradura al frigorífico y de un pequeño candado al disco del teléfono que impedía su accionamiento. Puede decirse en su descargo que también había estudiantes excesivamente pícaros —porque serlo en su justa medida es (o era) consustancial a este estado y aún digno de elogio— de los que, en modo alguno, se podía fiar la maestressa.

Bien, pues las llaves deben de tener un sitio. Profundizo: cada llave o cada juego de llaves federado por un llavero, debe tener un único y exclusivo sitio de forma tal que ese sitio corresponda también únicamente a su llave. Esto es, si la llave se usa y abandona su puesto, este debe permanecer vacío a ultranza. Bajo ningún concepto, se puede aprovechar el hueco para dejar momentáneamente alguna otra cosa sea esta es la que fuere porque, como ya irá captando el lector, esa otra cosa debe tener también su propio sitio y allí y solo allí debe ir a parar.

Actualmente y en concreto para las llaves, su organización y reposo es fácil ya que los Ikeas, Leroys Merlines y demás compinches venden cuadros de madera dotados de ganchitos donde con facilidad y rapidez pueden colgarse los llaveros usando para ello el aro del que están dotados. Lo lógico es colocar estos cuadros de madera a la entrada de casa para que así, de una manera prácticamente automática, se proceda a colgar la llave en cuanto se entra en el hogar. Y profundizo más: no basta con colgar la llave en cualquier gancho. Esto sería un primer paso importante pero, a todas luces, insuficiente. Cada llave, cada llavero, debe tener su propio gancho y, bajo ningún concepto, debe intercambiarse su posición. Habida cuenta de que no suele haber más de seis ganchitos, el automatismo de ir a dar con el que corresponde se adquiere rápidamente. Cabría hacer ahora otro pequeño excurso y es que, cuando todos las unidades personales que conviven bajo el mismo techo se van a la cama a dormir, todas las llaves deben de estar colgadas en su correspondiente ganchito y quien ejerza de ama de llaves debe comprobar que así es. Pero esta consideración puede llevarnos a derroteros amargos y desabridos que, salvo las menciones a los imbéciles, no entran en los objetivos de A escape libre.

En cambio, sí puedo anotar que los Ikeas y los Leroys Merlines dotan también a los hogares de unos espejitos coquetones donde puede uno observarse de cuerpo entero —te me apareces en los espejos como una sombra de cuerpo entero, dice la canción de amor— donde quien se refleja puede apreciar, si sale, si su outfit es adecuado y quien entra si viene gallardo después del vapuleo callejero y laboral. 

Desgraciadamente, este espejo que, como tal, no conoce el soborno, puede, al regreso de las noches perdularias, mostrarnos de nosotros mismos una imagen desastrosa, ruin y canalla. Y esto, inevitablemente, me lleva al viejo chiste que nos contó Matilde, uno de  los mejores que conozco. junto al del misonero y la gallina:

El borracho llega de muy malas maneras y a trompicones hasta su casa, entra en ella y enciende la luz del recibidor. Y es entonces cuando se ve en el espejo de Ikea. Se queda mirando la imagen reflejada y a ese individuo que hay allí le dice:
—¡A ti te conozco yo! Sí, a ti te conozco… ¿de dónde te conozco?
Nuestro borracho se recompone algo lo que le permite ir hasta el dormitorio en busca de la cama redentora y, por el camino, sigue musitando:—¿De qué te conozco a ti, de qué te conozco…?
Por fin llega a su habitación y se echa tal cual sobre la cama mientras sigue con la cantilena. Y, por fin, un segundo antes de empezar a dormirla, exclama:
—¡Ya sé de qué te conozco…! ¡De la peluquería!
Y es que en la peluquería también los espejos deben de ocupar el sitio que le es propio y que no debe ocupar ningún otro objeto ni utensilio. Bien, pues estos espejos de «la peluquería» tan útiles suelen ocupar un puesto próximo al de las llaves y, en su conjunto, dan el toque hogareño y entrañable que necesitan tanto el obrero como la teenager.

Creo que con el ejemplo paradigmático de las llaves ha debido de quedar clara la teoría de «cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa» pero 1) ejemplifiquemos más y 2) permítasenos ser sexistas porque vamos a hablar de joyas y aquí necesitamos entronizar a la mujer por la única razón de que ella suele disponer de más joyas que el varón por lo que necesita ahincar en el orden de cada una de ellas. Pero antes, una aclaración: ¿qué se entiende por joyas en esta entrada de blog?. No las joyas de la corona, no las del tesoro del pirata con pata de palo, no las de las inmensamente ricas, no los diamantes, esmeraldas, zafiros y rubíes y, mucho menos, todas las obtenidas a precio de sangre. Ni tampoco las perlas preciosas que ocultan los mares, las que recolectan los pescadores de perlas tras una prolongada apnea, lo que ha dado origen al deporte moderno de sumergirse sin aparataje y cuánto más, mejor, e incluso a la ópera de Bizet que no he oído nunca. Y es que viene bien resaltar las perlas porque, sin que yo sepa porqué, se han usado mucho como comparación con la belleza femenina cosa que me resulta bastante cursi. Prefiero quedarme con el diamante del desayuno y el que formaba parte del utensilio de los cristaleros para partir el cristal aprovechando su dureza en la escala Mohs, escala que me explicó mi padre al no comprender yo que el cristal de las ventanas, que se rompía con una simple pedrada de gamberro —gamberro que, en algún momento, pude ser yo—, fuera «muy duro». Ignoro donde se guardan —o dónde guarda quien las tiene— las joyas de verdad, las de «incalculable valor» que dice el lugar común. Ni que decir tiene que a ella, quien las tiene, también le alcanza la necesidad de guardar cada joya en su sitio y de tener un sitio para cada joya. Pero cuál es ese sitio, cómo se accede a él, cómo se abre y cómo se cierra, se escapa completamente a mis conocimientos y prefiero no imaginármelos.

Quedémonos con la mujer que coincide conmigo en la barra de la cafetería y desayuna sin diamantes una tostada con aceite. Es posible que tenga alguna joya mesocrática pero, con casi certeza, posee una colección de abalorios, oropel de buhonero y bisutería. Y a todos esos elementos los debe de ordenar. Quizás en un cajón de la mesilla o de un armario con secreteo o tal vez en un joyerito, pero allí deben ocupar su sitio fijo anillos y pendientes, gargantillas y ajorcas. Tal vez no la alianza con una fecha por dentro porque esta debe estar situada siempre en su dedo si es que ¡ay! no lleva dos con la misma fecha. Y es este orden y esta adecuada disposición la que le permitirá la noche del baile de palacio, a la que ha sido invitada, escoger los aderezos más adecuados para su perfecta compostura de una manera detenida y entre razonada e impulsiva, sin tener que perder tiempo en buscar inútilmente donde estará aquello que le vendría perfectamente, tan elegante como agresivo. Y es que el tiempo vuela y no puede desperdiciarse porque, con las campanadas de la media noche, el hechizo se acabará. Pero hechizada o no y aún con el dolor de pies de los zapatitos de cristal deberá, antes de retirarse el maquillaje con agua micelar y acostarse a soñar, quitarse los zarcillos y todo lo demás y volver a colocar ordenadamente cada cosa en su sitio.

Y aquí está el truco, la disciplina esta aquí. La misma disciplina de la que hacía gala Doña Ardilla y que, entre otras cosas, le permitió ganar el premio.  Sin embargo, hay que tener en cuenta que, desde la época del cuento hasta el día de hoy, han pasado más de 60 años, 25 de ellos en el siglo XXI y muchas cosas han cambiado, cosas entre las cuales no se incluye el clima pero sí las vacunas y las libertades individuales. Recapacitemos. La casita del bosque del Doña Ardilla, era pequeña y agradable, con poco mobiliario y con muy pocos utensilio, solo lo indispensable, un aparador, una sartén y un cazo, un único reloj de cuco y, por supuesto, un plumero. Y no había más. Así, ser ordenada requería disciplina, sí, pero una disciplina de rápida y fácil ejecución. En cambio ¿qué hay en las casas actuales además de un test del COVID y flu —antes la gripe y, mucho antes, el grippe— A y B? Fuera locura tratar de hacer el inventario completo pero pensemos solamente en los gadgets: los smartphones, los smartwatches, las tablets y los AirPods, la Alexa, los mandos a distancia incluidos los de los ventiladores de techo, los cargadores de distinto watiaje, el cablerío conector y los pendrives de los que no son exclusivamente nefelibatas. Y a esto me permito añadir, por similitud morfológica y porque los hay USB, los encendedores que usamos los que nos resistimos a dejar de ser un poquito más libres. Sigan pensando cosas y se adentrarán en un cuasi infinito maremágnum.

Y es a ese maremágnum, muy distinto de la casa de Doña Ardilla, al que hay que poner orden, esto es, cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa. Y me veo precisado a decir de entrada que es tarea imposible. En realidad, no es imposible pero esa perfecta colocación requeriría una disciplina que llegaría a ser una actividad kafkiana, robótica, durante la cual todos los seres humanos de la Galaxia se dedicarían casi exclusivamente a colocar cada cosa en su sitio para luego encontrarla y después volverla a colocar de tal manera que el orden se convertiría en un fin en sí mismo. Sin hablar, sin reír, sin llorar, sin besos ni efluvios amorosos, solo una constante actividad de hormiguero para la exacta ubicación de los infinitos utensilios y cachivaches de una casa moderna.

Tal vez exagere porque, como decía el viejo chiste verde que quizás un día luminoso tenga cabida en este blog, siempre se exagera pero lo que sí creo, en la medida que se creen las cosas, es que, en el siglo XXI, hay que llegar a un entente entre la disciplina del orden y el poder vivir en libertad y en algarabía. Ordenados, sí, pero no maniáticos. Porque, si se pierde algo, no debemos olvidar que la vida es una eterna búsqueda.

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