VENTANAS, VENTANALES Y ESCAPARATES.

Publicado el 10 de noviembre de 2025, 13:39

"Y sin embargo, en muy contadas ocasiones, hubo ventanas que estaban abiertas a la luz y al ojo, ventanas que servían de humildísimos escaparates. Porque, en realidad, la tienda de mi tío abuelo Antonio Comesaña ocupaba lo que era su domicilio particular donde se había habilitado la parte anterior para las transacciones comerciales. Y así, en lo que eran las ventanas enrejadas que, en su origen, daban a dormitorios o salitas, se montaron pequeños escaparates donde se exhibían buhonerías que ya he olvidado."

     De niño, yo no conocía los ventanales porque no había visto ninguna catedral. Es cierto que era aún pequeño cuando íbamos a Sevilla al médico en el autobús LEDA. Y sí, recuerdo que una vez entramos en la catedral para ver el cenotafio de Cristobal Colón. Incluso mi padre quiso subirme a la Giralda pero la mujer que actuaba de portera nos recibió con vivos gestos tendentes a despacharnos y masculló algo así como se cerré. Mi padre me dijo que nos había tomado por turistas —entonces los turistas que acudían a Sevilla no eran chinos porque estos estaban muy a gusto con Mao— pero a mí me dio la impresión de que, en realidad, nos había tomado por catetos ya que a los turistas y a los catetos se les habla en el mismo idioma, Pero lo que importa ahora es que nadie me hizo reparar en ventanales, vidrieras y rosetones y yo tampoco mostré interés por ello porque me hacía más ilusión subirme al tranvía para ir desde cualquier parte a otra parte cualquiera.

     Así que en mi niñez y adolescencia no hubo ventanales pero me parecían suficientes las ventanas del pueblo, con sus cristales y sus cuarterones.y, en algunos casos, unos visillos de cretona blanca. Y la arquitectura solía estar complementada por persianas que entonces consistían en un rollo de láminas de madera pintadas de verde que se subían enrollándose y se bajaban desenrollándose mediante una cuerda que las recorría verticalmente por el centro. Cuando llovían y se mojaban, aquellas persianas adquirían un olor peculiar que no puedo asimilar a nada y que guardo perfectamente en la memoria. Con todos aquellos artificios se trataba de graduar la luz para que entrase la deseada y —algo muy importante— poder ver sin ser visto. Efectivamente, visillos y persianas permitían el milagro. Un observador situado en el interior de la habitación podía ver la calle, lo que pasaba en ella y quien pasaba por ella. En cambio, el observador exterior no podía atisbar nada de lo que ocurría en el interior. Claro que esto no era óbice para que pudiera intuir cuándo lo estaban observando, quién lo estaba observando y con qué intenciones que, frecuentemente, eran malévolas. Incluso si el observado miraba de reojo la persiana, podía advertir que una de las láminas verdes había abandonado un poco la horizontal porque un dedo avieso la estaba combando para ampliar su campo de visión. Y pegado a esa comba, se adivinaba el ojo avizor que captaría implacablemente lo que tenía delante para luego procesarlo y contarlo a quien fuera pertinente.

     Y a propósito de ventanas, visillos y persianas, tengo que decir que a mí, de niño, me gustaba tener todos los elementos filtrantes en off, persianas subidas al máximo y visillos descorridos. Me gustaba, como ente ignorante —que no inocente— que era, que entrara la luz a raudales, incluso el sol y sus rayos los días en que estos eran propicios. Me gustaba, pues, la luz, la claridad y el relumbre. Nada estaba más lejos de los gustos de mi madre que, ante todo, me decía: ¡pero niño, qué nos va a ver todo el que pase! Y es que a mí, por ignorante, repito, no me importaba que me viese todo el que pasase. Pero es que mi madre seguía su admonición: ¡qué molesta es esta luz y esta claridad con lo bien que estamos fresquitos en la penumbra! Y mientras hablaba, corría visillos y bajaba persianas y, efectivamente, la habitación adquiría un tono penumbroso y umbrío —umbrío por la pena, casi bruno, nos dice magistralmente Miguel Hernández— que a mí se me antojaba triste y lúgubre, no apto para juegos ni devaneos infantiles. Han tenido que transcurrir más de 60 años para que en esta madurez tardía donde el miedo empieza a morder en los buenos propósitos, comprenda que mi madre tenía razón. ¡Cómo me gusta ahora tomarme la cerveza, que chorrea espuma y vaho frío, con el toldo bajado y los estores a medio gas! Enciendo una luz ambiente de fantasía que hace visajes en la pared y todo el salón queda al gusto de mi madre que ahora es también el mío, penumbroso, sí, pero evocador, sugerente y apto para los recuerdos que acuden, la conversación que aflora y el cigarrillo de la nostalgia de cuando éramos un poquito más libres.

     Y sin embargo, en muy contadas ocasiones, hubo ventanas que estaban abiertas a la luz y al ojo, ventanas que servían de humildísimos escaparates. Porque, en realidad, la tienda de mi tío abuelo Antonio Comesaña ocupaba lo que era su domicilio particular donde se había habilitado la parte anterior para las transacciones comerciales. Y así, en lo que eran las ventanas enrejadas que, en su origen, daban a dormitorios o salitas, se montaron pequeños escaparates donde se exhibían buhonerías que ya he olvidado. Y creo recordar, aunque aquí la memoria tiene un bache, que si algún vecino tenía algo que ofrecer en venta al resto de los paisanos, lo anunciaba también en la ventana del dormitorio que daba a la calle. De este tipo, sí recuerdo perfectamente la triste ventana-escaparate de un humilde video-club pueblerino, quizás franquiciado de la casa matriz de Monesterio. De eso hará más de 30 años, en un viaje de vacaciones a Calera cuando mis hijos eran todavía casi niños y veníamos la familia de dar un paseo por la carretera. Y casi a la entrada del pueblo, al inicio de La Panera, estaba aquella luminosidad enmarcada donde podían verse exhibidas las carátulas de algunas cintas de VHS. Nunca me acerque ver que títulos eran los disponibles pero sí me pregunté, si en el interior, se ofrecerían algunos del tipo de Más calientes que el asfalto o El silencio de los conejos porque, repito, entonces éramos un poquito más libres. 

     Y es que los ventanales y también los escaparates, los verdaderos escaparates, en los que se exhibían maravillas y no buhonerías de ventana enrejada, eran los de la ciudad, los que ya, de estudiante universitario, podía contemplar en Sevilla para ver, por ejemplo y con envidia, los zapatos Yanko que solo me pude comprar, después de diversas vicisitudes, cuando gané mis primeros dineros de médico y que hoy ya solo usa mi amigo Ceballos, conmilitón del colegio de los jesuitas. 

     De niño, me llamaban especialmente la atención los escaparates de las pastelerías porque allí era frecuente que hubiera un aparato que consistía en varias bandejas superpuestas y giratorias. Y en aquellas bandejas se podían ver toda suerte de golosinas sumamente apetecibles que iban o venían en el giro ecuatorial de las bandejas. En realidad, yo no era un niño especialmente goloso. No quería propiamente aquellas golosinas para comerlas hasta el hartazgo. Las quería ver en su sitio, allí detrás del cristal del escaparate. Verlas para cerciorarme de que existían, de que había un mundo más allá de los pueblos donde existían no como bruma de sueño, no como cendal de poeta, sino con la solidez y contundencia de la realidad, maravillas de dulce sabor que iban mucho más allá que los cacahuetes que, en raciones de peseta, yo podía comprar en Calera. Y si bien es cierto que aquellas maravillas me estaban vedadas por regla general, también lo es que mi padre, de vez en cuando me compraba un paquete de cigarrillos de chocolate o unas chocolatinas Nestlé de forma circular y que venían metidas en un tubo rojo y envueltas individualmente en papel de plata.

     Bien, pues ahora, aunque de natural pueblerino, vivo en un ciudad. Recorro, a veces, sus calles y me detengo ante los grandes escaparates que me llaman la atención para observar las distintas mercaderías cuyos nombres y etiquetas están en extranjero. Pero es que también, sin salir de los límites pedáneos aunque a un tiro de piedra de la autovía de París, han abierto hace poco una magna cafetería y pastelería enclavada en un centro comercial. Y una de las últimas veces que estuve allí, reparé en que también hay lo que, para mí, no deja de ser un curioso escaparate. En los paramentos del local, se abren grandes ventanales a través de los cuales los del exterior pueden ver el interior y viceversa. Pues en esa ocasión a la que me refiero, me senté en la terraza porque el tiempo en Murcia casi siempre es bonancible. La mesa, a la sombra, estaba muy junta a uno de esos ventanales y, por la parte de dentro, también muy cerca del cristal fronterizo, se encuentraba otra mesa. Así que los ocupantes de la una y de la otra mesa nos podríamos tocar e intercambiar nuestras consumiciones si no estuviéramos separados por el grueso cristal. Sea como fuere, no podemos oírnos pero si podemos vernos perfectamente. Y esta circunstancia la aproveche para dejar libre a mi curiosidad, curiosidad que, en mi caso, no es vicio sino virtud ya que todo buen médico debe ser curioso aunque, en bastantes ocasiones, lo que aprehende con la curiosidad deba bajar con él a la tumba.

     Aquella mañana, las piezas del juego estaban situadas de la siguiente manera: yo estaba en solitario en la mesa exterior con un café negro y un botellín de agua y, separada por el cristal pero a muy poca distancia, había una mesa interior ocupada por una pareja sentada en sillas enfrentadas. Yo ya a mí mismo me tengo muy visto aunque nunca será lo suficiente pero la pareja era una total novedad, un encuentro casual en la mañana soleada que, posiblemente, nunca se repetirá aunque, a veces, los que empiezan siendo desconocidos vuelven a coincidir con cierta frecuencia en el mismo bar y acaban conociéndose de cara para que los curiosos veamos como evoluciona su porte y su vestuario.

     Él y ella. Él era un hombre alto aunque estuviese sentado y recio, de cara agradable y morena aunque con cierto aspecto de desaseado. Ella una mujer a todas luces sudamericana, de constitución curvy —curvi, prefiere la Academia— y bonito rostro, bien vestida aunque llevaba unos elegantes zapatos blancos puntiagudos y de tacón que encontré un poco fuera de lugar. En un momento dado, se sonrieron como único reconocimiento de su mutua presencia y luego se sumieron en el silencio que propicia observar cada uno su móvil. De su disparidad y su actitud, era fácil colegir que se trataba de una pareja de conveniencia, unida por el azar la necesidad, los dos factores a los que atribuía Demócrito todo lo que existe y ocurre. Los observé un rato pero era tan monótono su espectáculo de escaparate que, al poco, me desentendí de ellos, me apliqué al café y al cigarrillo, le pagué al datáfono sonriente y me fui a buscar el coche para regresar a casa y dejé a la pareja que se acogiera a su destino.

     Concluimos que los grandes ventanales de la ciudad y los escaparates de fortuna siempre nos llevan a elucubraciones tal vez peregrinas pero siempre sugerentes.

Añadir comentario

Comentarios

Todavía no hay comentarios