"Mi padre me contestó que era un comercio donde no te atendía un dependiente sino que tú cogías directamente las cosas de las estanterías y luego pagabas a la salida. No me enteré bien de su respuesta quizás porque no fuese capaz de concebir una cosa tal."

Recuerdo perfectamente cuando mi padre me habló, como de maravilla, del supermercado de Zafra. Yo estaba interno en el colegio de los jesuitas de Villafranca de los Barros, en los cursos inferiores de lo que entonces se llamaba Bachillerato, así que podría tener uno 11 o 12 años. Por su parte, mi padre hacía poco que se había comprado un 600 y la conjunción de tener un coche y hacer la compra en un supermercado le situaba en un status de modernidad y europeísmo y en una relativa soltura económica. En aquel 600, como en todos los coches, todavía se viajaba sin cinturón de seguridad. Y así fue hasta que «Bruselas»decidió que los ciudadanos íbamos mejor amarrados a los asientos. Y sí, «Bruselas» en aquella ocasión tenía razón pero a mí no me cabe ninguna duda que aquella norma fue el primer ensayo de control de la población que yo conocí. Pero, volviendo al supermercado, mi pregunta surgió inmediatamente: ¿qué es un supermercado?. Mi padre me contestó que era un comercio donde no te atendía un dependiente sino que tú cogías directamente las cosas de las estanterías y luego pagabas a la salida. No me enteré bien de su respuesta quizás porque no fuese capaz de concebir una cosa tal. A pesar de mi innata inteligencia, solo conocía las tiendas del pueblo, como la de mi tío abuelo Antonio Comesaña, que tenía en la fachada un rótulo art déco que rezaba: Tejidos, Calzados y Coloniales. Mucho habría que hablar de cómo era y funcionaba aquel comercio y cuáles eran sus rituales pero lo que importa ahora es que lo presidía un mostrador donde el cliente era atendido por un dependiente a quien le pedía lo que necesitaba. Y este mismo dependiente, le cobraba y le daba la vuelta si era necesario.
Pero, por fin, yo fui en el 600 al supermercado de Zafra. Quizás fuera en el inicio de unas vacaciones escolares, en el viaje a Calera, aunque había que dar un pequeño rodeo y salirse de la N-630 para llegar a la pequeña ciudad. Pero eso importaba poco porque mi padre —y, sobre todo, mi madre— lo consideraban imprescindible para comprar delicatesen que no estaban a la venta en las tiendas del pueblo y con las que podríamos obsequiarnos aquellos días en los que la familia se reunía de nuevo. Quizás entre aquellas delicatesen hubiese latas de berberechos y de mejillones en escabeche, entonces cosa novedosa y que daba el contrapunto gastronómico a la era de prosperidad que habían abierto el 600 y el supermercado. Sea como fuere, aquella compra fue años antes de que llegase la informática, el código de barras y el escáner lector. Quiero decir que los productos de las estanterías deberían tener una etiqueta con su precio —cosa que mi tío abuelo Antonio Comesaña evitaba ladinamente amparado en que la mayoría de los productos se vendían a granel— y que luego este precio debería ser tecleado por la cajera de la salida. Lamentablemente, no recuerdo estos detalles ni tampoco si la cajera —en ausencia, supongo, de impresora— daba un ticket de caja o alguna suerte de facturilla, detalles que, por supuesto, también obviaba mi tío abuelo Antonio Comesaña.
Quizás lo más importante de lo que he olvidado es si había carrito y, si lo había, cómo era este carrito. ¿Era igual o similar a los actuales? O, por el contrario, ¿era tan solo una especie de cesta que había que llevar colgada de las manos? Posiblemente, nunca pueda saber la respuesta a estas preguntas porque los recuerdos perdidos están perdidos para siempre. Y no solo en mi memoria sino también en la de mis coetáneos. Sea como fuere, andando el tiempo, el carrito del supermercado se convirtió en algo habitual y yo fui aprendiendo a manejarlo con absoluta destreza y precisión. En un principio, estos carritos se cogían sin requisito ninguno pero ocurría que una parte incivil de los compradores los dejaban luego en cualquier parte o, preferiblemente, donde incordiasen más, sin molestarse en llevarlos a sus estacionamiento en fila, imbricados los unos en los otros. Esto motivó que la economía capitalista ideara unos carritos en los que había que meter una moneda para liberarlos, moneda que se recuperaba al volverlos a acerrojar en sus aparcamientos. Y esto hizo que uno de los pichuigüiles que me daban los visitadores de laboratorios —también economía capitalista— fuera una especie de moneda falsa pero que servía perfectamente para hacer la gestión del carrito del supermercado. Digo que me acostumbré al ritual: coger el coche para ir al supermercado, aparcarlo, coger un carrito, hacer la compra, llenarlo más o menos, pagar a la cajera, meter la compra en el maletero, llevar el carrito a su puesto para recuperar la moneda, volver al coche y arrancarlo para dirigirme a casa. Dicho así, parece un proceso largo y tedioso pero, como todo el mundo sabe, no lo es —sobre todo si, en la compra, figuran botellas de vino y de cerveza— y se ha convertido en un automatismo.
Por eso, a veces disfruto yendo al supermercado andando porque es una conculcación de la norma estándar. Naturalmente, esta proeza requiere que la compra que se vaya a hacer sea liviana. El paradigma de esta compra es la que hago, a veces, en el SuperDumbo, ubicado al inicio —o, más bien, al final— de la Carretera de Santa Catalina. Ejemplifico: una bolsa de almendras marcona frita y una botella de vino mesocrático. Debo hacer una digresión para aclarar que las almendras —como la flor del almendro/yo te tengo compará/bonita y blanca por fuera/y amargo el fruto por dentro/ canta El Camarón por bulerías— han subido mucho de precio. Tanto es así, que de ser tapa ubicua en todos los bares de Murcia, han desaparecido por completo de sus vitrinas en la barra. A pesar de eso, si se es moderado en su consumo, no es un lujo comprar una bolsa en el supermercado.
Para esta compra, lógicamente, no tengo que coger carro. Voy a los lineales que me sé de memoria, cojo los dos productos y me acerco a la caja. Lo más probable es que la atenta señora que va delante con el carro lleno, me ceda la vez lo que le agradezco con mi mejor sonrisa. No cabe duda de que es una cortesía por parte de la señora que me precede pero también es cierto que influye el aspecto de hombre desvalido que presenta quien se acerque así a la caja. Hay un no sé que de solitario y de bohemio en una persona tal que llama a la solidaridad en la cola. No dejo de pedir una bolsa por la cosa de no ir visible con la botella de vino, pago y otra vez a la carretera camino de casa o del coche aparcado no muy lejos a la sombra de las moteras en la época en que las moteras dan sombra con las hojas que no se han comido los gusanos de seda.
Pero es que ir andando a hacer la minicompra al SuperDumbo en concreto tiene un aliciente más. Resulta que para cruzar la carretera de Santa Catalina justo en ese punto, la providencia municipal pedánea construyo un paso de peatones un tanto historiado con una rampa de acceso en el lado de poniente, una isleta central y unos bolardos señalizadores. Es tan magna esta obra y, a la vez, tan sugerente, que me ha parecido oportuno colocarla como banner de este blog. Pero, en una ocasión que le crucé con otra aventurera, esta me comentó que ese paso de peatones era sumamente peligroso porque estaba en medio de una carretera con mucho tráfico y que pocos conductores lo respetaban. Me pareció que la compañera coyuntural exageraba un poco aunque comprendí que realmente había que ser precavido porque era cierto que algún que otro conductor era imprudente. Pero, posteriormente, llegué a la conclusión de que este peligro latente, el jugarse la vida o la paraplejia traumática solo por comprar una botella de vino y una bolsa de almendras marconas fritas, le daba un cierto aliciente a la ida pedestre al supermercado.
Así que ahora corro la aventura de vez en cuando, acordándome del supermercado de Zafra y canturreando, para mis adentros, el I Will Survive de Gloria Gaynor que me envalentona para realizar el cruce. Es posible que quizás debiese canturrear el Resistiré del Duo Dinámico que es más castizo pero me recuerda al imbécil que hicimos cuando el COVID. Y esto ya es otra historia.

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