"Se trataba de un hombre de mediana edad con una vestimenta y un equipo de campaña de aspecto paramilitar lo cual nos dio buena impresión pues pensamos que venía bien pertrechado para resolver la misteriosa avería."
Esculapio fue el dios romano de la Medicina, trasunto del dios griego Asclepio. Este fue educado por el centauro Quirón, quien le enseñó todo lo relativo a las artes curativas, especialmente lo concerniente a plantas medicinales. Los asclepíades eran los discípulos de Asclepio o de sus sacerdotes y, por extensión, los que practicaban la Medicina. Humildemente y siglos después, yo me considero un asclepíade ya jubilado. Pero ahora tenemos que fijarnos más en la deidad romana, o sea, en Esculapio. Y esto porque, como es cosa sabida, Sócrates, cuando iba a encontrar la «curación» que le proporcionaría la cicuta, le ordenó a sus discípulos que no dejasen de llevar un gallo a Esculapio. No me resisto a escribir aquí la anécdota que contaba mucho mi padre. Una de las enfermas a las que cuidó hasta el final, dejó dicho en su testamento —insisto, no de boquilla sino en su testamento ante notario y testigos— que el mejor lomo de la matanza siguiente a su muerte que se le regalase a Don Antonio lo cual no deja de ser un equivalente al gallo para Esculapio que mandó Sócrates.

Y todo esto viene a cuento del electricista taumatúrgico a quien tuvimos que recurrir hace poco. Resulta que habíamos terminado de comer y yo me disponía a dormir la siesta, cuando sonó un terrible chasquido electromecánico y la casa se quedó a oscuras. Exactamente, toda la casa no. Algunas lámparas funcionaban y otras no así como sí funcionaba la cocina de inducción pero el frigorífico no. Comprendimos que había saltado un automático pero un automático concreto que controla determinada parte de la instalación eléctrica casera. Debo de hacer aquí una interesante digresión destinada a unos hipotéticos lectores jóvenes para decir que los actúeles automáticos (su nombre técnico es diferencial ya que el funcionamiento se basa en detectar una diferencia entre la corriente que entra y la que sale del circuito y, en caso positivo, saltar y cortar el flujo eléctrico), digo que los actuales automáticos son herederos de «los plomos» que se fundían llegado el caso con el mismo objetivo. En la práctica, estos «plomos» eran un hilito de cable conductor. Recuerdo cuando, de niño, veía a mi padre reponer este hilo y, aunque todavía no me habían explicado en el colegio de los jesuitas nociones de electricidad, me pareció absurdo que se pusiera ese hilo tan fino que fácilmente se quemaría. Le dije a mi padre que por qué no colocaba un hilo más gordo y él me dijo que eso sería muy peligroso. No comprendí entonces las razones de este peligro hasta que me las explicó mi profesor de Física. Otras cosas me dijo mi padre que eran peligrosas y algunas de ellas sigo sin comprender el por qué a pesar de que ya soy más viejo que él.
Bien, pues saltó el automático a la hora de la siesta y, con mentalidad analítica, procedimos mi mujer y yo a tratar de localizar dónde estaba la fuga eléctrica para desconectar al causante. Pero tras una exhaustiva búsqueda, no lo localizamos y el automático seguía saltando de manera impertérrita. Decidimos entonces llamar al seguro doméstico y este, tras decirnos unas ciertas condiciones de su intervención, evacuó a un electricista quien nos dijo venir desde Nonduermas. MI mujer y yo nos sentamos y esperamos pensando que sería larga la espera pero, afortunadamente, habían pasado poco más de quince minutos cuando llegó el técnico. Se trataba de un hombre de mediana edad con una vestimenta y un equipo de campaña de aspecto paramilitar lo cual nos dio buena impresión pues pensamos que venía bien pertrechado para resolver la misteriosa avería. Pero, unos segundos después, cuando ya nos disponíamos a explicarle lo sucedido y para nuestra sorpresa, hace su aparición en el salón una chica joven de buen ver que nos saluda muy afablemente. No sé a mi mujer pero a mí me llamó poderosamente la atención la llegada de esta chica pues rápidamente intuí que no desempeñaba ningún rol como obrera cualificada en montajes eléctricos. Deduje que su misión se desarrollaba en la intimidad de la furgoneta que los había traído desde Nonduermas y que había entrado en la casa por mera curiosidad. Así que me desentendí de ella y me apliqué a oír las explicaciones que le daba mi mujer al electricista paramilitar porque estas explicaciones —al igual que las que se le da al médico que acude en visita domiciliaria cosa, dicho sea de paso, ya prácticamente perdida— es mejor que las den las mujeres porque los hombres suelen ser torpes para ello, recurren a los epifenómenos y no van a lo esencial.
Apenas había hablado mi mujer diez segundos, cuando el técnico preguntó lacónicamente por «el cuadro». Le condujimos procesionalmente hasta él y la chica nos siguió a prudente distancia y no hizo el hombre más que verlo, «el cuadro», cuando murmuró: «ha saltado el diferencial térmico». Hice abstracción de la precisión técnica que se me escapaba y quise decir enseguida que eso ya lo sabíamos pero los acontecimientos se precipitaron. El operario accionó el tal diferencial térmico y ¡oh, maravilla!, al contrario de lo que me había pasado a mí repetidas veces, el aparatito se quedó quieto en su puesto y se hizo la luz. Por supuesto, nuestra primera reacción de profanos eléctricos fue alegrarnos de aquel milagro y hasta no pudimos evitar soltar algunos grititos y exclamaciones de contento. Pero yo me rehice enseguida comprendiendo que estábamos ante un fenómeno regido por las estrictas leyes de la Física y que, por lo tanto, tenía que haber una explicación.
—¿Cómo lo has hecho? —le pregunté admirado al operario.
—Pues me he limitado a accionar el diferencial.

Entonces caí en la cuenta de que, ante los ojos de aquel hombre y de la chica que le acompañaba, llegados desde Nonduermas, yo podía quedar como un panolis. Peor aún: como un viejo panolis. No por eso, mi instinto de supervivencia me dejaba de decir que aquel maravilloso arreglo podía ser engañoso de forma que, en cuanto el operario y su acompañante se fueran sin haber hecho uso de ninguna herramienta, ni tester, ni galvanómetro, ni medir voltajes ni amperajes, el diferencial térmico volviera a las andadas saltando de nuevo. Pero lo más urgente me pareció dar cumplidas explicaciones insistiendo en que habíamos buscado concienzudamente dónde podría estar la causa de la fuga eléctrica sin dar con ella y que, por supuesto, había accionado el diferencial repetidas veces y siempre saltaba.
Aclarado —o, al menos, eso creí— este punto candente, me pareció oportuno expresar mis dudas de que la avería estuviese realmente arreglada. Ante ello, el operario procedió a sacar de sus trinchas paramilitares un sencillo destornillador con el que manipuló en «el cuadro» para retirar una carcasa, operación que, a mi modo de ver, no dejaba los intríngulis de los circuitos al descubierto. Sin embargo y tras soplar polvo y telarañas y después de una somera inspección visual dictaminó, sin dudarlo, que allí todo estaba correcto por lo que procedió a volver a colocar en su sitio la carcasa. Supongo que intuiría que yo no me quedaba del todo conforme por lo que, con un indudable prurito profesional, procedió a darnos unas cumplidas explicaciones haciéndonos ver que, posiblemente, la instalación eléctrica de la vivienda ya era bastante vieja al igual que «el cuadro» lo cual podía provocar que el diferencial se calentase —no entró en detalles de en qué consistía este calentamiento— y saltase sin que hubiese una auténtica fuga de corriente. Por consiguiente, bastaba esperar un tiempo razonable para que se enfriase y todo volvería a la normalidad.
Contentos por el fácil y rápido arreglo que no había necesitado escombros ni cascotes, le dimos las gracias al electricista quien, cumplida su misión, se marchó de casa seguido de la chica de buen ver que no había abierto su boca durante toda la gestión. Pero ya para entonces, la luz se iba haciendo en mi intelecto. Supe con toda certeza que había estado ante un electricista taumaturgo, un hombre que, por alguna iluminación venida de lo alto, era capaz de realizar prodigios y maravillas, como prodigio y maravilla había sido el arreglo del diferencial. Para mí, no era esta una actividad desconocida pues me considero a mí mismo médico taumaturgo sin necesidad de haber sido santo. Y mientras accionaba algunos interruptores para comprobar de nuevo que todas las luces se encendían y se apagaban correctamente, iba recordando algunas de mis curaciones prodigiosas conseguidas sin más que mi presencia y la imposición de manos. Debía pensar ahora en que quizás la taumaturgia no fuera un virtud escasa entre la población y entre los distintos oficios pero decidí dejar este tema aparcado. Y decidí también que, aunque ya era tarde, me merecía un rato de siesta.
Y fue en los últimos momentos de duermevela, cuando me vino la definitiva revelación. ¿Cómo no había caído antes en ello? Porque en aquel momento comprendí que quien, en realidad, tenía el don de la taumaturgia eléctrica era la chica de buen ver. ¡Por eso el hombre se hacia acompañar por ella! Y comprendí también que esta chica era sacerdotisa o sibila de alguna deidad y encargada por esta de velar por el hombre electricista. Y fue ahora cuando supe que tenía la obligación de llevarle un gallo a esta deidad igual que, como quedó dicho al principio, le llevaron los discípulos de Sócrates a Esculapio.
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