La tapa de pulpo.

Publicado el 16 de mayo de 2025, 13:48

"Y fue entonces cuando me di cuenta que toda la clientela de la barra estaba tomando pulpo de tapa y esta observación me llevó enseguida a la conclusión de que a aquello se debía el ambiente lánguido del bar."

     Bordeando la pequeña jungla urbana, llegué a uno de los bares pedáneos a los que puedo ir andando. En la mañana de sábado, como en todas las mañanas hebdomadarias del jubilado, mi objetivo, como hombre de barra, era tomar café, un café solitario y meditabundo —palabra que, como todas las terminadas en «bundo», se escribe con «b»— que me sirve para darle al ojo y al oído y enterarme de las novedades cotidianas y próximas porque, lamentando mi insolidaridad, las lejanas de las que habla el radio por modulación de frecuencia y por boca de imbéciles, han dejado de interesarme si es que alguna vez me interesaron.

     El caso es que encontré el bar lánguido. Lo asiste un camarero joven y amable que, en cuanto puede, me trae el café, la sacarina y un vaso de agua fresca de yapa. Ocasionalmente, también andan detrás de la barra y entre las mesas un par de chicas jovencitas y monas aunque me da la impresión de que su función no está bien definida en las ordenanzas de régimen interno. De todas formas, su aparición por el bar es bastante errabunda —ya quedó dicho más arriba que las palabras terminadas en «bundo/a» se escriben con «b»— y, en concreto, en esta mañana de sábado, no las encontré. 

     Con una de estas chicas, rubita de pelo rizado y gafas también de montura dorada, me pasó una anécdota que hubiera sido inconcebible antes del siglo XXI. Resulta que yo le había pedido el café al camarero pero se despistó con la sacarina y, al darse cuenta, me dijo que enseguida me la traía. En la espera, ojeé el móvil solo para ver un wasap de urgencia —porque el bar es para ver y oír a los parroquianos y no para ver el móvil y menos el portátil y mucho menos el periódico porque, como es cosa sabida, en el siglo XXI es necedad perder el tiempo leyendo un periódico— inclinando la cabeza, digo, y como llevaba mi habitual gorra con su breve visera, mi campo de visión alcanzaba poco más de un palmo de la barra. Y, en ese estrecho campo, vi aparecer unos dedos con el sobrecito de sacarina pero, para mi asombro, los dedos estaban rematados por unas nails de fantasía. En buena lógica, supuse que esos dedos y nails pertenecían al camarero que se quedó pendiente de mi sacarina por lo que supuse también que era chico friki, contracultural y trasgresor. Pero, cuando levanté la vista para verlo en plenitud, me encontré con la sonrisa de la camarera rubita a quien, por razones de régimen interno, le habían endosado la importante gestión de llevarme el edulcorante. Y a ella y solo a ella pertenecían las nails de fantasía y oropel.

     Pues en la mañana de sábado que nos ocupa, tampoco, en una primera instancia, me pude preocupar de localizar al camarero amigable porque tuve que mirar bien para encontrar un hueco libre en la barra. Y es que el bar estaba lleno. Se trata de un local amplio, que ocupa el bajo de un edificio de media altura y bien iluminado por unos grandes ventanales que dan al descampado y a la jungla urbana. Su puesta en escena y su decoración me son agradables porque me recuerdan a los primeros bares modernos que trataban de sacar a los estudiantes y mesocracia de las habituales tascas y bodeguitas de Sevilla. La barra es larga y acodada en ambos extremos y puede haber unas diez mesas para sentarse. Pues todo estaba lleno. Lleno no quiero decir abarrotado. Vi casi todas las mesas ocupadas y en la barra, aunque la clientela no estaba hacinada, encontré solo un hueco en el extremo de poniente lo suficientemente amplio como para poder tomar café 

cómodamente. He de decir que, por razones que algún día contaré pero que son paralelas a las que tienen las cucarachas para andar por el ángulo de suelo y pared, prefiero siempre un extremo de la barra. Concretamente en este bar busco el extremo de poniente y me pongo en el acodamiento que, en un arco romano, ocuparía la piedra angular. Pasó poco tiempo hasta que se me acercó un camarero que me resultó desconocido, algo gordito y con gafas, al que le pedí mi consumición insistiéndole en la sacarina y en el vaso de agua.

     Pero, como quedó dicho más arriba, encontré el bar con ambiente lánguido. A pesar de la abundante clientela, había un cierto silencio, entre monacal y kafkiano, y las conversaciones eran de voz baja, sin exabruptos ni exclamaciones de contento o protesta ciudadana. Ningún camarero hablaba con ningún cliente a uno y otro lado de la barra. En este punto, también debo decir que es discutible si nuestra preferencia debe ser hacia un bar donde los camareros tengan tendencia a hablar con el cliente o, por el contrario, hemos de preferir al camarero silencioso —que no huraño— que, al igual que los médicos del siglo XXI, no nos dirigen la palabra.

     Y no me resisto a hacer una breve digresión para decir que la barra de un bar es una de las fronteras más fuertes e inexpugnables que existen. No hay concertinas ni militares que la vigilen pero el imaginario colectivo sabe perfectamente que, bajo ningún concepto, se debe traspasar. Quizás nos ocupemos de este tema en otra ocasión. Pero, a pesar de ese muro fronterizo, camareros y clientes pueden hablar entre sí siempre que se respete que cada uno está de su lado de manera irrenunciable. 

     Pues no, no había conversaciones camarero-cliente quizás porque aquellos estaban bastante ocupados por la afluencia de personal. Así que me acomodé en la barra y, cuando el camarero gordito me trajo el café, me preparé para disfrutarlo por lo que me puse en sintonía con el ambiente lánguido. Reparé en que, a mi izquierda, había un grupo compuesto por un hombre ya mayor, una chica en la cuarentena, un chico y un niño. Con simpleza, hubiera podido pensar que eran abuelito, hija, yerno y nieto pero me intuición me dijo que eran solo conocidos, vecinos quizás, a los que el azar había reunido en la barra. Y vi que, en un momento dado, el hombre mayor hace un gesto mayestático, de orador eclesiástico, en el que, con una amplio círculo de la mano que comprendía todos los vasos y copas del grupo, le indicaba al camarero que invitaba a una nueva ronda. Y una vez servida la cerveza, el hombre mayor pide pulpo para todos incluido el niño. Y fue entonces cuando me di cuenta que toda la clientela de la barra estaba tomando pulpo de tapa y esta observación me llevó enseguida a la conclusión de que a aquello se debía el ambiente lánguido del bar.

     No recuerdo cuando comí pulpo por primera vez. Desde luego, no en la infancia ni en la juventud y estoy seguro de que, ni me padre ni mi madre, vivieron para probarlo. Supongo que fue algo que me encontré a mi llegada a Murcia como la marinera o el pastel de carne. El pulpo es tapa festiva, normalmente de fin de semana y es frecuente encontrar en los bares populares un cartel que así lo anuncia. Puede haber varias razones para esto pero, sin duda, una de ellas es que el pulpo es tapa cara. Un trozo —el pulpo se tarifa por trozos— puede costar 3 euros y, si se tiene buena boca y dentadura, este trozo se puede comer de un bocado. Dicen quienes lo entienden que no tiene fácil preparación y que darle el punto de horneado requiere experiencia y ser un artista de la cocina. Dicen también que mengua mucho lo que debe ser verdad o, en todo caso, justifica el elevado precio. Por lo que a mi respecta, digo que sí, que el pulpo está bueno pero que no es una buena tapa tanto por su precio como porque se come de uno o, a lo sumo, dos bocados y no puede condurarse para que dure toda la caña al contrario de lo que ocurre, por ejemplo, con las aceitunas. Por eso y a fuer de parecer roñoso, yo solo lo tomo muy excepcionalmente y en bares de confianza. Precisamente en uno de ellos, me pasó una curiosa anécdota culinaria. Pido dos trozos de pulpo y, de repente, observo que el camarero usa el borde cortante de unas gruesas tijeras de cocina para ¡raspar el pellejillo! Me quedo stupefacto pero, afortunadamente, reacciono pronto, antes de que se consumara el desastre:
—Pero ¿qué estás haciendo, qué estás haciendo? ¡Le estás quitando lo mejor.
El camarero, a su vez, también se muestra sorprendido ante mi protesta, como alguien pillado en una falta que no consigue identificar.
—Es que hay gente a la que no le gusta el pellejillo— se disculpa.
—Yo no soy de esas.

    Iba a añadir que esas son unos desgraciados pero, prudentemente, me callé a tiempo. No pude evitar pensar que esos desgraciados sentían asco ante el pellejillo y, cuando el par de cañas, me dio mayor lucidez, recapacité en que el asco es uno de los enemigos más grande del disfrute en la mesa, noción de la que se hablará in extenso en mi libro de cocina. No, no refiero al asco lícito que produce la suciedad y el mal olor tabernario sino al asco ilícito de mentalidades y paladares pacatos y simples como los de aquellos que le quitan la corteza de moho a los quesos franceses. Y seguí recapacitando en que, de todas formas, es bueno sentir y superar el asco como una experiencia de crecimiento personal. Por eso, conviene de vez en cuando, tener que entrar en los aseos sucios, malolientes y con el suelo encharcado de podredumbre de un bar cutre de carreteras para sobrellevar el trago con estoicismo. Y pongo solo este ejemplo para que no se nos quiten las ganas del pulpo.

     Porque volvemos a la barra del bar donde yo tomo café y todos los demás cerveza con trozos de pulpo. Y esta asincronía no me turba ni me siento marginal sino que, por el contrario, me agrada porque estoy consumiendo lo que verdaderamente me apetece. Y ahora fue el café el que me dio la lucidez para darme cuenta que el pulpo estará bueno pero es una tapa lánguida, no proclive a la conversación vehemente ni al ambiente festivo de un bar popular. Posiblemente esta languidez sea debida a que su degustación requiere concentración. Por lo pronto, no puede comerse distraídamente aquello que ha costado 3 euros. Al contrario que unas aceitunas, no es adecuada para tenerla entre los dedos bailándola airosamente mientras se gesticula y se espera el momento idóneo de llevarla a la boca. El pulpo necesita un cálculo milimétrico para pinchar la porción con un palillo con firmeza no vaya a ser que, de camino a la boca, se caiga al suelo y entonces somos hombre muerto. Así que concluyo que, todos los clientes menos yo, están en ese momento preciso de concentración y de ahí el silencio rumoroso y la languidez. De todas formas, no puedo dejar de mirar al cuarteto de mi derecha que parecen felices mientras le echan pimienta a los trozos de pulpo que, con buen criterio, han partido en porciones menores con un cuchillo suministrado por el camarero. Y entonces me hice una pregunta. ¿Y porqué yo no? Yo y quien conmigo va. Así que, terminado el café, le hago un gesto al camarero que acude presto.
—¿Queda todavía pulpo?
—Sí, señor. El que usted quiera.
—Pues prepárame cuatro trozos para llevar.

    El camarero sigue mis indicaciones y pronto me trae un pequeño táper de usar y tirar con mi pedido. Pago con tarjeta porque el monto se ha elevado y salgo de nuevo al descampado y a la jungla urbana con el cofre del tesoro bien sujeto en la mano. Y cuando llegue el momento del aperitivo, mi mujer y yo gozaremos de la tapa de excepción que, por un día, sustituirá a las aceitunas. Y hasta es posible que nos invada cierta languidez y caigamos en la añoranza de la que nos despertará el vino brioso de la comida.

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