"El caso es que, desde la primera vez que acudí allí, me llamaron la atención los cuatro agujeros, fácilmente visibles en la foto, que conforman los ángulos de un rectángulo."
De esta foto que coloco hoy en el blog, es evidente (obvio han aprendido ahora a decir, cual loros, el sector simple de la gente joven y algún que otro imbécil de los, cual cotorras, hablan por el radio) que no vale más que mil palabras. No es una foto bonita, ni sugerente, ni evocadora ni dramática. No hay luces ni sombras, ni contraluces, ni brillo, ni contraste, ni saturación, ni hay enfoque ni desenfoque. Una foto plana y con un encuadre simple. Es una foto, en fin, que necesita mil palabras.
Ante todo, hay que ubicarla. ¿Qué es eso que has querido fotografiar? Quizás, si se pone algo de atención, pueda deducirse que es la pared de un cuarto de baño o, mejor dicho, de los aseos de un bar. Porque sí podemos ver un alicatado con gresite y si, como es obvio, no estamos en una piscina, hay que colegir que estamos en un aseo. Y así es. Este es el panorama que puede observar cualquier hombre que, como yo, necesite ir al servicio de caballeros de uno de mis bares pedáneos para evacuar la vejiga. En cuanto te colocas en posición de combate frente a la taza del water, ves este paisaje y lo estás viendo sin variación ni mudanza ninguna todo el tiempo que emplees en el desahogo.
El caso es que, desde la primera vez que acudí allí, me llamaron la atención los cuatro agujeros, fácilmente visibles en la foto, que conforman los ángulos de un rectángulo. Son cuatro gruesos agujeros en los que se aprecia la presencia de un taco Fisher, un taco de nailon que suelen usar los profesionales en detrimento de los vulgares tacos de plástico blanco que usamos los chapuzas caseros. Esto tiene una explicación. Por su forma perfectamente cilíndrica, el taco Fisher requiere un agujero milimétricamente hecho por el taladro con la broca adecuada de forma tal que se adecuen correctamente los diámetros. El taco de plástico vulgar permite cierto juego lo que a los que nos somos unos excelsos manitas nos viene bien. Pero lo que importa ahora es, repito, el grueso calibre de los tacos posiblemente del 10 o, en todo caso, del 8. Esto nos lleva a una primera conclusión: lo que sostenían esos tacos y el tornillo que los penetraba era algo pesado, bastante pesado.
En primera instancia, se podía pensar que era un armario de baño pero la duda surge inmediatamente. Primero, encima de la taza del water no es el lugar más adecuado para colocar un armario y segundo, no hay armarios de baño en los aseos de los bares y menos armarios que contuvieran objetos pesados como, repito, dan a entender los gruesos tacos Fisher. Entonces ¿qué sostenían, cuando lo sostenían, aquellos tacos y tornillos? Pues, cada vez que iba al servicio del bar pedáneo después del café, me hacía la pregunta y no encontraba respuesta pero ayer, por fin, la encontré.
No fue inmediatamente ni estando en el servicio sino poco después porque, cuando terminé el café, me fui al lavadero de Algezares a lavar el coche que aún estaba sucio de las últimas lluvias. Hago un inciso para aclarar que uso el ciclo de lavado barato porque el coche siempre me dice que a él le da exactamente igual. Así que espero en la salida del túnel, donde da la sombra, y veo que ya están allí algunas sotarrañas del verano al reclamo del agua. Y quizás fuera pensando en la miel y en el aguijón venenoso que siempre van unidos como en el amor cuando, de repente, me vino la solución al problema de los agujeros. Tan clara como el sol que me alumbraba aunque estuviera a la sombra, vi la respuesta.
Porque de repente (la inspiración casi siempre viene, a quienes le viene, de repente y por sorpresa) me acordé de aquellos dispensadores que había en los aseos de caballeros (el de señoras es un mundo aparte e ignoto) de algunos bares. He de decir, para ir dando la noticia con prudencia y delicadeza, que en los aseos de La Meseguera, local del que no he hecho el suficiente llanto por su cierre, también había un dispensador de monedas. Pero este proporcionaba, de manera morigerada, unos cepillos de dientes de usar y tirar y su correspondiente ración de dentífrico, que no dentrífico . Se supone que el comensal que había disfrutado de la excelente comida iba luego a lavarse las manos y podía también lavarse los dientes en un alarde de higiene. Y hago una digresión, porque la nostalgia es mucha y debo desahogarla, para contar la merienda que celebramos un grupo de compañeros de Medicina, chicos y chicas, en el piso de la calle Enladrillada de Sevilla donde vivían en alquiler un grupo de universitarios sudamericanos. Nos reuníamos allí con cierta frecuencia porque eran prietos y bailaban muy bien y en el fin de fiesta, una vez llegados todos al enthousiasmós, era un gozo para los locales oír su música y ver su danza. Y una tarde decidimos merendar sardinas y las chicas se apañaron para asarlas en aquella hornilla mugrienta de butano. Y, al terminar, los locales nos conformamos con lavarnos las manos pero los chicos prietos se lavaron también los dientes. Claro que ellos estaban en su casa y en su cuarto de baño pero a ninguno de los nacionales se le pasó por la imaginación llevarse el cepillo de dientes.
Aquel dispensador para la higiene dental de La Meseguera tuvo poco éxito y pronto fue retirado. Pero volvamos a los servicios de caballeros de otros bares menos morigerados. Allí lo que había era un dispensador, también mecánico y de monedas, que proporcionaba preservativos y algunos juguetitos sexuales muy poco ingeniosos, todo ello para el amor canalla y de emergencia, el del coche (¡por favor, que nadie me recuerde aquella canción aberrante que decía lo de qué difícil es hacer el amor en un Simca 1000!) y el del picadero. Y tampoco me resisto a hacer otra digresión para recordar aquella consulta en la que quedé como un panolis. Estaba el matrimonio sentado enfrente de mí y hablábamos de métodos anticonceptivos. Eran maduros y mantenían un buen estado de salud pero tenían ya tres hijos mayores y la señora, próxima a la cincuentena, se mantenía aparentemente fértil y querían evitar un embarazo tardío. Hicimos un repaso de las posibilidades y, al final, de común acuerdo, nos decantamos los tres por el preservativo. Yo, queriéndome hacer hombre de mundo, comenté:
—Qué sepáis que ahora los hay de colores.
Y la señora me miró y esbozó una sonrisa pícara, como solo una mujer madura puede mirar y sonreírle a un hombre, y me contestó:
—¡Y de sabores...!

Pero yo, esperando a la sombra del túnel de lavado que terminase el ciclo barato, tuve la absoluta certeza de que aquellos cuatro agujeros y aquellos cuatro tacos Fisher sostuvieron, en su momento, a una máquina dispensadora de material erótico-festivo, máquina pesada y que, por lo tanto, necesitaba aquel buen anclaje a la pared. Y el sitio, por encima de la cisterna, era adecuado porque el hombre que desahogaba su vejiga, veía que sus potencias se erizaban y pensaba que la madrugada estaba empezando y que, posiblemente, el devaneo que mantenía con la chica que le esperaba fuera llegara a buen puerto y, en un impulso y después de subirse la cremallera de la bragueta, sacaba las monedas y compraba el preservativo de colores y sabores y algún juguetito por lo que pudiera pasar. Y es que, como cantaban los Caligari, no hay como el calor del amor en un bar, canción en el extremo opuesto de la que he mencionado más arriba. Aunque, todo hay que decirlo, esta no es la visión que tienen algunos médicos que propugnan lo que ellos consideran estilos de vida saludables. Recuerdo que, hace ya algunos años, cuando los blogs sanitarios estaban en auge, uno de esos médicos escribió en el suyo que los bares están llenos de mortalidad masculina. ¡Pobre hombre!. Pues aquellos blogs desaparecieron quizás como consecuencia de un fenómeno social, quizás porque sus autores dijeron todo lo que se les ocurrió y llegó pronto un punto en que ya no se les ocurría nada más.
Pues de igual modo, han desaparecido aquellas máquinas dispensadoras canallas. Eso, al menos, pienso yo porque ahora no las veo donde las veía aunque puede ocurrir que ya no voy a los sitios adecuados. Pero sí: me imagino que han desaparecido. Quizás haya sido por una cuestión comercial: nunca fueron negocio y terminaron retirándolas como La Meseguera retiró el dispensador de cepillos de dientes de usar y tirar porque nadie los compraba. Pero, por otra parte, pienso que, en su momento, aquellas máquinas generaban una cierta ganancia y luego las cosas cambiaron. Por lo pronto, parece ser que ya se usa menos que antes el preservativo. Varias son las razones que se aducen para ello. Ante todo, está que se le ha perdido el (mucho) miedo a las enfermedades de transmisión sexual (ETS) y aquí debo decir que ahora es más moderno y cuqui referirse a ITS, o sea, infecciones de transmisión sexual. Estos cambalaches —Cambalache es título de tango como me recordó hace años una compañera médica de ultramar— y estas mudanzas siempre me han producido desazón porque detrás de ellos adivino al listillo que, con tan simple recurso, quiere sacar provecho. Y los condones, usados como medio de evitar el embarazo, también están en decadencia porque la información y otros recursos son más y mejores. Y, si ahondamos más y metemos el dedo en la llaga, la población del estado del bienestar se ha convencido de que las relaciones sexuales sin son mucho más satisfactorias que con, lo contrario de lo que pasa con la cerveza. Así que aquel eslogan de hace años «Póntelo. Pónselo» está totalmente desfasado e igual ocurre con los repartos de preservativos gratis que ya serían impensables. En cuanto a los juguetitos, hay vías más seguras de obtenerlos.
Veo bien esto. Veo bien una sexualidad correctamente informada y responsable. Pero también he de decir que me disgustaría mucho que lo que hubiese ocurrido es que nos hayamos vueltos morigerados y ñoños y que las madrugadas se hayan vuelto aburridas y decadentes sin el encanto de lo decadente, que ya no exista el calor del amor en un bar y que la discreta picardía haya sido sustituido por la languidez y el desencanto.
Poniendo los pros y los contras en la balanza, creo bueno que hayan desaparecido las máquinas dispensadoras de los aseos de caballeros de los bares y que, de ellas, solo quede la secuela de los cuatro gruesos agujeros con tacos Fisher. Pero yo no podré evitar cierta nostalgia y el vértigo del tiempo ido e irrecuperable cada vez que los vea cuando voy a desahogarme. Y, por supuesto, cometiendo un pecado al que ahora no se darle nombre, sentiré que si alguno de esos que nos quieren tristes, tuviera que entrar, por absoluta necesidad, en el aseo de un bar ya no vea la maquinita y no se revuelque en un ataque de mala baba.

Añadir comentario
Comentarios
Este es un comentario de prueba.