Pecados de supermercado

Publicado el 10 de julio de 2025, 13:44

"Hay que dejar constancia de que, tanto ella como yo, llevábamos un compra parva que sosteníamos cómodamente en ambas manos en espera de dejarlo sobre la cinta transportadora. Quiero decir con esto que nuestra estadía ante la cajera iba a ser muy breve por lo que, en la práctica, era irrelevante quien de los dos se despachase antes. Quizás hubiera sido distinto si yo fuese empujando un carro lleno hasta las trancas de los más distintos y variopintos géneros, tanto nacionales como ultramarinos."

     Me pasó hace pocos días y lo cuento aquí, en esta entrada del blog sobre los pecados que se cometen en el supermercado, tierra llana de faltas y deslices como ninguna otra. Partimos de la base que afirma o afirmaba, con absoluta rotundidad, el Catecismo de la Doctrina Cristiana. Aquella docta obra decía que «se podía pecar de pensamiento, palabra, obra y omisión» ¡Ahí es nada! ¡No hay resquicio por dónde escaparse! Si en mi infancia de niño de Primera Comunión —fui al acto, que algún día quizás cuente, vestido de Almirante de la Armada con bonitas charreteras doradas y zapatitos blancos— hubiese habido supermercados, tal y como los conocemos hoy en día, posiblemente las damas catequistas hubieran puesto, ante el asombre de los niños, el supermercado como lugar tan perfectamente demoníaco que allí se cumplen los requisitos necesarios y suficientes para pecar de las cuatro maneras señaladas y que, por lo tanto, ir a uno de ellos, al igual que a un baile, es ponernos en ocasión de pecar y, en su momento, convertirnos en réprobos.

     Volvamos al lugar de los hechos, concretamente el Mercadona de Santo Ángel donde yo ya me disponía a pagar e irme enseguida. A un paso normal pero en el que se veía perfectamente mi intención de dirigirme a la caja, me voy acercando a esta. Es entonces cuando veo por el rabillo del ojo que, a unos 5 o 6 pasos detrás de mí y, con las mismas intenciones que yo, viene una señora aproximadamente de mi misma edad. Yo debía ir pensando en algo de provecho pero no por eso, dejé de apercibirme de la maniobra que se desarrolló a continuación. La señora que venía en pos de mí, de repente saca fuerzas de su senilidad, emprende una corta pero notoria carrerilla, me adelanta y se coloca delante de mí en la caja. Hay que dejar constancia de que, tanto ella como yo, llevábamos un compra parva que sosteníamos cómodamente en ambas manos en espera de dejarlo sobre la cinta transportadora. Quiero decir con esto que nuestra estadía ante la cajera iba a ser muy breve por lo que, en la práctica, era irrelevante quien de los dos se despachase antes. Quizás hubiera sido distinto si yo fuese empujando un carro lleno hasta las trancas de los más distintos y variopintos géneros, tanto nacionales como ultramarinos. Y debo hacer aquí una digresión para decir que, voluntaria y deliberadamente, he empleado esta locución de «hasta las trancas». Ya se usa poco o nada pero, para mi es elegantemente castiza. La tranca era un palo grueso y largo y de sección cuadrada con el que se aseguraban las puertas de dos hojas de las casas. Para abrir o cerrar estas, se accionaba con la llave el postigo de que estaban dotadas, se pasaba la mano y se quitaba la tranca. Así, con una tranca, estaba cerrada la puerta de la cochera del primitivo 600 aprovechando lo que antes fue cuadra. Y con una tranca estaba cerrada la puerta del antiguo telégrafos de Calera —del cual se podía ver como reliquia el grueso cable de toma de tierra que emergía de la ventana de la saleta donde estuvo instalado el aparato Morse—, tranca y puerta que, gozosamente, se abrieron para mí. Y hasta las trancas se decía de quienes habían bebido en exceso y marchaban, a paso vacilante, a recogerse en su casa. Hasta las trancas iba, simbólicamente, el pseudoborracho de quien hace poco hablé a mi nieto contándole una historieta tremendamente divertida de mi infancia y que es posible que, en algún momento refiera aquí. Si se hubiese dado esta circunstancia, la de mi carro hasta las trancas, tal vez hubiese sido lícita la carrerilla de la señora que me sucedía temiendo una larga espera. Pero yendo el uno y la otra ligeros de equipaje, casi desnudos, como los hijos de la mar que cantó Machado ¿qué explicación tiene la carrerilla? Y esta explicación ya nos adentra en el mundo traicionero y ruin del pecado.

     Porque un supermercado es un lugar perfecto para pecar. Este hecho incuestionable nos dice bien a las claras que, entre los lineales y expositores, donde se exhiben las más diversas mercaderías, las que llaman a la gula como el puesto de los embutidos, las que llaman a la vanidad como las estanterías de perfumes y afeites y las que llaman a la ira y a la pereza como la bodega de vinos y licores, entre todas ellas, digo, anda revoloteando el Maligno atento siempre a intentar precipitar nuestra alma en el Infierno. Lo tiene fácil, si es que alguna vez lo tiene difícil. En un supermercado se puede pecar, como doctrinariamente decía el Catecismo, de pensamiento, palabra, obra y omisión. Veamos:
1) De pensamiento: teniendo la mala idea de que las condiciones son favorables y puedes distraer un ambientador mikado.
2) De palabra: mintiéndole al reponedor al decirle que ese artículo que está colocando en el lineal lo hay más barato en la competencia.
3) De obra: distrayendo, de facto, el artículo que se nos pasó por la imaginación hurtar o —es este el pecado paradigmático— colándose en la cola con malas artes.
4) De omisión: no recogiendo y dejando el trabajo humilde para los dependientes, el rollo de papel Albal que, por nuestra torpeza, hemos tirado al suelo. Debo hacer aquí hincapié en que tirar un artículo al suelo por un movimiento imprevisto pero no intencionado, no es pecado pero sí lo es —de omisión, como queda dicho— no recogerlo del suelo y volverlo a colocar en su sitio.

          Hay pecadores que ya entran en el supermercado con malas intenciones lo cual añade el agravante de premeditación, requisito que es también agravante en la ley de los hombres. Como en este blog está prohibida la moralina, no hablaré de quien realmente «necesita» hurtar y, por lo tanto, no pecan si lo hacen. Quede eso para los blogs escritos por buenas personas. Tampoco y por el mismo motivo de la moralina, procede que nos refiramos a los cleptómanos —empleo el masculino genérico aunque estadísticamente la enfermedad es bastante más frecuente en mujeres— porque la cleptomanía es enfermedad y, como tal, tiene la disculpa que tiene. No está de más destacar que la cleptomanía es la propensión morbosa a robar, esto es, una propensión enfermiza. Y este detalle diferenciador debe quedar claro porque la propensión a robar es innata en el imaginario colectivo de todas las personas, hombres, mujeres y niños. A pesar de eso, soy de la opinión de que existe una primigenia inocencia de puertas corredizas para fuera. Pero ¡ay! una vez traspasadas estas y recibir el hedonismo del aire acondicionado en el caluroso verano de Murcia y las estanterías repletas de las más diversas y apetitosas galguerías, ya el Demonio —que, como quedó dicho más arriba merodea por entre los lineales—, nos susurra en el oído que es fácil hacerse con ese capricho sin sobrecargar el presupuesto. Desechamos la añagaza y vamos por lo que tenemos apuntado en la lista pero el instinto nos lleva, de nuevo, al capricho de lo deseado hasta que cedemos a la tentación. Si hay suerte o no al pasar las concertinas de la caja ya no es consideración de este bloguero: el pecado se ha consumado. Y algunas veces me ha dado por pensar que algunos de esos pecadores o pecadoras se han arrepentido de su pecado y, como penitencia autoimpuesta, prescinden del pragmatismo de la cesta de la compra que va sobre ruedas o del coche que también va sobre ruedas, para ir camino de su casa cargados o cargadas con una pesada bolsa reutilizable en una mano y un garrafón de agua de 6 litros en la otra mano.

         Pero aunque distraer productos sea pecado de supermercado no es la principal y más auténtica de las faltas que en ellos se comete porque esta, sin duda alguna, es la de colarse en las colas. No deja de ser una aspiración de la pequeña y mediana burguesía aunque, indudablemente, hay especímenes que tienen más acendrado este defecto quizás porque le haya sido inculcado desde su más tierna infancia por el entorno familiar. Fuera complejo tratar de enumerar y describir las diversas motivaciones que tiene el subconsciente para impeler al sujeto en observación a colarse en las colas. Por lo tanto, prescindimos de este ejercicio pero no de aseverar que, en mi opinión, una sociedad es tanto más fuerte cuanto más y mejor respeten las colas sus individuos. 

         No por ello debo dejar de decir que los que adoptan la digna actitud de gendarme o cancerbero del orden en la cola tampoco me resultan simpáticos. Y esto posiblemente se deba a una anécdota juvenil que recuerdo perfectamente porque, en cierto modo, cambió mi visión del mundo. Tanto es así que puedo datarla en septiembre de 1977. Aquel día, yo era un hombre feliz. Acababa de recoger la nota del último examen de la Licenciatura —hoy, ¡malo! Grado— de Medicina y me disponía a conseguir el certificado de haber pagado las tasas para la expedición del Título, requisito que me convertía en flamante médico. Y, como hombre feliz, me puse en la cola de la ventanilla de Secretaría, cola larga y que avanzaba lentamente. Y es entonces cuando se me acerca un compañero desconocido que, exhibiendo una amable sonrisa, me pide, por favor, que le deje pasar delante de mí porque tiene urgentes asuntos a los que atender. Digo, por tercera vez, que yo era un hombre feliz dispuesto, en aquel momento, a hacer el bien a la Humanidad y esta se me representó en aquel sonriente y apurado compañero. Así que, amablemente, le dije que yo no tenía prisa y que, con mucho gusto, le dejaba pasar. Di un pasito para atrás y el compañero apurado se metió en el hueco. Y entonces ocurrió la tragedia. Han pasado 48 años pero no he podido olvidar los golpecitos dados con los dedos, pausados, rítmicos y desabridos que sentí inmediatamente en el hombro. Miré para atrás y allí me encontré la cara antipática de otro compañero que actuaba de gendarme que me dijo en tono hosco:
    —Tú serás muy amable y dejarás colarse a este pero yo no.

         Comprendí que el gendarme no dejaba de tener razón y el compañero apurado también lo comprendió y fue, sumisamente, a ocupar el último lugar. Y fue entonces y allí cuando recordé la frase que pensó el lazarillo de Tormes cuando el ciego le golpeó la cabeza contra el verraco del puente: parecióme que en aquel instante desperté de la simpleza en que como niño dormido estaba y, al igual que el pícaro, yo también comprendí que debía avivar mi propio ingenio y mi propia astucia para sobrevivir en las muchas colas, tanto físicas como vitales, que la vida, que en cierto modo comenzaba para mí, me pusiera por delante. No por ello, dejé de ser un hombre feliz aunque un poco menos pero, cuando obtuve el documento que buscaba, pude leer que allí también ponía que había abonado las tasas de mi título de Perito en Colas.

         Y es por eso por lo que ahora veo cosas que me dan que pensar y, a veces, de estos pensamientos llego a conclusiones. Así, bien entrado el siglo XXI, sostengo como totalmente cierta la opinión de que quien veo pagar en efectivo un ticket de más de 101 euros, lo está haciendo con dinero negro —sobre todo, si los billetes están arrugados y los saca desordenadamente del monedero—pecado este propio de supermercado que, además, ofende a nuestra Hacienda Pública.

         Pero si volvemos al principio, también pensé que la señora que echó la carrerilla para adelantarme se había comportado, cuanto menos, con poca elegancia y cortesía. Pero acepté que hay un instinto, consustancial al ser humano, que le lleva a tratar de adelantarse en la cola del supermercado cometiendo un pecado que el Dante —de haber conocido el Dante los supermercados— haría expiar en alguna de las cornisas de su Purgatorio junto a personajes de la talla de Aristóteles, Platón, Julio César o Aquiles. Pero a pesar de todo y de mi Título de Perito en Colas, creo que prefiero no caer en la tentación de pecar y no haber dado yo una carrerilla más rápida de los 10 metros lisos cuando advertí las intenciones de aquella señora. Claro que se da la circunstancia de que, ambos, la señora y yo, somos paisanos pedáneos y conocidos de vista por lo que es posible que podamos coincidir de nuevo en la misma tesitura. Y en este caso ¡quién puede saber la reacción de un hombre colocado en una situación límite!

    Añadir comentario

    Comentarios

    Todavía no hay comentarios

    Crea tu propia página web con Webador