39 centímetros de ticket

Publicado el 29 de agosto de 2025, 10:55

"Pero ahora, ya en la base de operaciones, reparé en el ticket y procedí a intentar estudiarlo minuciosamente. Fue vano empeño porque estaba escrito en galimatías y con profusión de legalismos que no alcancé a comprender. Dado que el importe monetario de la operación era escaso, desistí de la interpretación de la cábala pero no por eso, dejaba de causarme intriga la magnitud del ticket que, a mi modo de ver, era totalmente innecesaria."

No recuerdo cuándo empecé a ver los tickets tal y como los conocemos ahora. En cambio, sí recuerdo, de niño, que mi madre llegaba de la compra en los comercios del pueblo con un trozo irregular del papel de estraza —hoy conocido como papel Kraft— en el que, anotados a lápiz, estaban los artículos, su importe en pesetas y la suma de estos importes. Quizás deba hacer una digresión sobre aquel papel de estraza de mi infancia. Venía en grandes pliegos que luego los dependientes iban cortando, con bastante habilidad manual, hasta obtener un fajo de hojas de unos 20x20 cm. Era luego un pasmo ver cómo ese fajo se colocaba en el borde del mostrador y, apretándolo y sujetándolo con una mano, se hacían pequeños pero enérgicos movimientos rotatorios con la palma de la otra. El objetivo era conseguir que los bordes de los papeles no quedasen perfectamente alineados sino que, por el contrario, se distribuyesen en una forma estrellada. Y, a su vez, el objetivo de este esfuerzo, era que quedasen picos que se pudiesen asir cómoda y rápidamente, para separar una hojita y envolver con ella—haciendo, de nuevo, gala de habilidad para conseguir un paquetito en forma de monedero cuyos bordes estaban perfectamente plegados— el artículo a despachar que bien podía ser azúcar aterronada, fideos entrefinos, saetines —que no se vendían por gruesas sino al peso— o café de cebada, conocido entonces como «café del malo».

Pienso ahora que en aquella época donde no había prisas ni horarios comerciales y los clientes podían esperar pacientemente, esta premura era innecesaria y se trataba más de un detalle de elegancia y buena praxis mercantil. Hoy, aquel papel de estraza se ha vuelto guay y sirve para hacer bolsas ecológicas e incluso para envolver regalos que luego se atan con cuerda tosca o hilo carreto y quedan muy cuquis, muy al gusto de la juventud delicada y rubia y de maduros no adictos al papel de celofán y al pompón. Y ahora, en un tour de force que me lleva del glamour a las postrimerías, vuelvo unos renglones para atrás para retomar la palabra saetín porque creo recordar que con este tipo de clavos se afianzaba la tapa al cuerpo del ataúd —trabajo que realizaba el carpintero que oficiaba también de funerario uniendo los golpes de martillo al llanto desgarrado de la viuda— cuando esta, la tapa, se cerraba definitivamente porque ya el cura revestido y la cruz alzada esperaban en la puerta. Era una ceremonia a la que acudíamos los niños tratando de pasar desapercibidos y la considerábamos un espectáculo más cuando no había televisión, espectáculo que nos encogía el corazón y las entretelas del pensamiento pero, no por ello, dejábamos de dar risotadas cuando salíamos a la calle.

Y digo ahora, porque ya es el momento, que mi madre volvía de la compra a casa con un trozo de papel de estraza donde llevaba hecha la cuenta a lápiz. Ponía sobre la mesa el dinero que le había sobrado, algún billete de duro y monedas de dos reales no más, y su trabajo consistía en cuadrar lo que se llevó, la cuenta y la vuelta. Arduo trabajo que, si no me equivoco, nunca llegó a completar. O le faltaba o lo sobraba dinero y repasaba una y otra vez las cifras y las monedas de dos reales de la vuelta pero no había manera de que coincidieran los cálculos. Al final, desesperada, dejaba el problema por imposible y se acogía a la providencia divina. Mi padre —y yo, cuando fui mayorcito— le instábamos a que desistiese de aquel empeño al que considerábamos vano por no acarrear una verdadera ganancia pero sí un largo quebradero de cabeza. Porque mira, le decíamos, imagínate que descubres que te faltan 3 pesetas y 40 céntimos ¿qué vas a hacer? ¿repasar tres veces más al cuenta a ver si no te has equivocado? Y luego ¿te vas a atrever a ir al comercio a protestar? Pues no, porque te daría vergüenza así que no te molestes en echar los números y deja la cosa como está. A pesar de estas admoniciones, mi madre seguía en su empeño posiblemente porque la embargara un insalvable prurito de que, como ama de casa, debía velar por la economía doméstica. Bastantes años después, llegaron las calculadoras — en «Fenómenos atmosféricos» se cuenta cuando Manuel y S ven, por primera vez en su vida, semejante artilugio— pero creo que, para entonces, mi madre había conseguido liberarse de la penitencia. Es ahora, más de 60 años después, cuando pienso que aquellas cuentas del papel de estraza no eran solamente un problema aritmético sino todo un fenómeno social y psicológico. Lo más seguro es que mi madre, de manera apriorística e imbuida de la noción de que homo homini lupus, pensase que el comerciante la había engañado, más aún, que la engañaba siempre y por sistema. De ahí que su esfuerzo no era conseguir un resultado matemáticamente correcto sino las pruebas fehacientes de este engaño con lo cual podría aleccionarnos prácticamente a mi hermana y a mí sobre las acechanzas del mundo que se unían a las del Demonio y la carne según decía el Catecismo.

Cuándo llegó el ticket tal y como lo conocemos ahora —sin que, por ello, se fueran el mundo, el Demonio y la carne—, no lo recuerdo exactamente. Como antecedente, sé que hubo unas calculadoras dotadas de un rollo de papel donde se podían imprimir los cálculos pero no sé si aquello tuvo, en algún momento, una validez legal y no meramente informativa.

Y, como anécdota, digo que sí recuerdo la primera vez que, con gran pasmo, vi un datáfono. No fue en tierra firme sino desafiando las leyes de la Naturaleza pues estaba en un vuelo de la Air France rumbo a París a donde acudía a los fastos para celebrar el segundo centenario de que los revolucionarios tomáramos la Bastilla y el primer centenario de que viera, por primera vez y con enorme admiración, la Tour Eiffel iluminada con proyectores de arcos voltaicos.

Y a donde quiero ir a parar es que, hace unos días, recibí un encargo doméstico que consistía en ir hasta el Pepco de MonteVida, ubicado en lo que antes era el Camino de La Paloma y hoy es carretera de carriles y rotondas por donde suelen pasar las ambulancias con su sirena y su fantasmagoría luminosa dirigiéndose a La Arrixaca. Me fueron dados un ticket de compra y el artículo comprado metido precisamente en una bolsa de papel Kraft y unas sucintas instrucciones para mi misión que consistía en devolver aquel artículo para que me fuera reintegrado su importe. No las tenía yo todas conmigo, así que me armé de valor y, llegado a la tienda, me planté gallardo y altanero delante la cajera y le dije, sin titubear y según las instrucciones recibidas, que es lo que deseaba. Con gran alivio, vi que la chica no puso ningún reparo y dio por buena mi solicitud. Hizo unas breves gestiones informáticas y, como resultado de las mismas, me entregó un enorme ticket lleno de arabescos y de literatura cabalística, la suficiente como para que algún autor actual hubiese escrito un opúsculo de éxito. Me acordé de mi madre y de sus cuentas en papel de estraza porque, seguramente, se hubiese empeñado en leer íntegramente aquel largo y pesado ticket. En cambio, yo me limité a doblarlo varias veces, meterlo en un bolsillo del pantalón y, como ya había tomado café, regresé a casa donde informé del éxito de mi misión y recibí unos parcos parabienes.

Pero ahora, ya en la base de operaciones, reparé en el ticket y procedí a intentar estudiarlo minuciosamente. Fue vano empeño porque estaba escrito en galimatías y con profusión de legalismos que no alcancé a comprender. Dado que el importe monetario de la operación era escaso, desistí de la interpretación de la cábala pero no por eso, dejaba de causarme intriga la magnitud del ticket que, a mi modo de ver, era totalmente innecesaria. Así que, por curiosidad, me entraron ganas de medir la longitud de la tira de papel. Naturalmente, para ello, para algo de tanta enjundia, no podía utilizar un burdo flexómetro de carpintero. Por lo tanto, tuve que hacerle una petición a una amiga parisina. Me refiero a la directora del Conservatoire National des Arts et Métiers francés, una chica cincuentañera con el pelo a lo garçon y un cerrado acento parisino, ambas cosas parecidas a las de Mireille Mathieu. Esta buena amiga, tiene la amabilidad de prestarme el metro patrón —el de la barra de platino e iridio que se exhibe en el Conservatoire y del cual ya nos hablaba la Enciclopedia Álvarez de la escuela— cuando lo necesito porque hay cosas que, a lo largo de mi ejercicio de médico, solo he podido medir con él como es el caso de algunos dolores, algunas penas y quebrantos, algunos desamores y algunas soledades. Me lo manda, envuelto en film alveolar, por mensajería urgente y en vehículo isotérmico para evitar cualquier sesgo debido a la dilatación y yo se lo devuelvo de la misma manera. Obviamente, este servicio de mensajería es caro y, en buena lógica, me correspondería pagarlo a mí pero la amiga le hace el envío al Dr. Comesaña del Servicio Murciano de Salud y queda consignado como transporte oficial de cuyos gastos de ida y vuelta se hace cargo el ministerio de quien dependa el Conservatoire y yo doy por buena la corruptela porque me ahorro unos buenos euros de los de Eurolandia..

El caso es que, una vez el metro patrón en mi poder, puse el aire acondicionado a toda pastilla por mor de la dilatación y con la barra de platino e iridio procedí a medir el ticket del Pepco, medida que arrojó un resultado de 39 centímetros. Inmediatamente, devolví la preciada barra acompañándola de una docena de rosas rojas para mi amiga —que llegarían frescas hasta París gracias al vehículo isotérmico— que también pagó el ministerio francés. 

Y ahora, ya satisfecha mi curiosidad, volví a intentar descifrar el ticket. Y, en esta ocasión, si encontré algo interesante en medio de los 39 centímetros de parafernalia. Allí constaba, en un solo renglón, cual era el artículo que había sido objeto de la transacción: camisa de mujer arrugada y viscosa. Me quedé atónito porque no comprendía que quería decir aquella frase. Siendo sincero, sí lo sabía porque yo había llevado el artículo en la bolsa de papel Kraft y fui consciente de lo que transportaba. Pero no pude evitar pensar que, fuera de contexto, bien se hubiera podido interpretar lo escrito como camisa de una mujer arrugada y viscosa. ¡Nada más lejos de lo que ocurría en mi caso suponiendo que existan mujeres que, realmente, estén arrugadas y viscosas!

Mi primera intención fue ponerme en contacto con el Servicio de Atención al Cliente de Pepco para hacerles una interesante sugerencia. Siendo el castellano un idioma rico, exquisito y lleno de matices y de recursos, bastaba con cambiar el orden de los elementos de la frase. Así esta quedaría: camisa arrugada y viscosa de mujer con lo que queda evitado todo desagradable malentendido. Sin embargo, renuncié a mi intención pensando que no se iba a entender bien mi solicitud o esta sería de difícil ejecución ya que lo escrito en un ordenador por la digitación de un imbécil es prácticamente imposible corregirlo. Quede pues la frase como está, inmersa en el maremágnum de los 39 centímetros de ticket, y quede la camisa arrugada y viscosa a la espera de una nueva compradora de piel tersa. Por mi parte, seré pragmático y me limitaré a entrar en la app del banco a ver si, como fruto de mi providencia, se ha reintegrado a mi cuenta el importe de la prenda, o sea, de la camisa arrugada y viscosa.

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